© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Los cuatro discípulos y Jesús viajaron hacia el norte ajenos al revuelo que se había formado en Pella. Resultó que nadie en todo el campamento de Juan se decidió ese día a seguir los pasos del Rabí y sus compañeros, ni tampoco en los meses siguientes. Una fina brecha se había abierto entre los seguidores de Juan y Jesús, y tardaría mucho tiempo en cerrarse.
El sol terminó por aparecer entre los apretados nubarrones, infundiendo un poco de agradable calor a la fría mañana. Por el camino, Andrés y Jesús conversaron tranquilamente sobre los planes del Rabí, mientras Santiago y Juan bromeaban con Simón sobre su nuevo apodo. Llegaron a la desviación hacia Bet Sheán, pero la intención de Jesús era continuar por la carretera, rectos hacia el norte.
—Maestro, ¿adónde nos dirigimos? —preguntó Juan al ver que continuaban camino.
—A Nazaret.
Los discípulos se miraron entre sí, extrañados.
—Será un buen sitio para empezar a proclamar el reino venidero, rodeado de amigos y familia —aventuró Pedro.
—Al contrario —replicó Jesús—. Ningún profeta es bien recibido en su propio pueblo. Pero no vamos a Nazaret para eso. Os ruego que mientras estemos allí procuréis no hablar a nadie sobre mí o sobre el reino. Es voluntad del Padre que permanezcamos todavía durante un tiempo en preparación para la misión del reino.
Horas después se acercaban a la bifurcación que debían tomar para cruzar el Jordán a la otra orilla. Según llegaban, divisaron en la distancia a un amigo de Betsaida, llamado Felipe, que caminaba hacia ellos con un acompañante.
Al verles, Felipe se alegró sobremanera, pidiendo a su compañero que le permitiera saludar unos minutos a sus amigos. Mientras Felipe se adelantaba, el otro se sentó en el borde del camino, en las raíces de una morera que crecía en la linde.
—¡Shalom, «la paz sea con vosotros», amigos! ¡Cuánto tiempo! ¡Qué alegría veros por aquí!
—¿Adónde os dirigís, Felipe?
—Vamos camino de Pella, adonde Juan, el que bautiza, para conocer el nuevo mensaje del reino venidero. Voy con Natanael, un amigo de Caná de Galilea.
Felipe tenía veintisiete años, hacía poco que se había casado y no tenía hijos. Vivía en Betsaida y era pescador como los cuatro discípulos. Conocía a Jesús desde que se había instalado en Cafarnaúm, y sentía una gran admiración por él. Felipe era un asiduo de las reuniones vespertinas que había mantenido con frecuencia Jesús en casa de Zebedeo. Consideraba a Jesús un gran hombre, pero nunca se le había pasado por la imaginación pensar que podría ser «algo más».
Al oír que se dirigían al campamento de Juan, Simón se ofreció a comentarle a Felipe sus intenciones. Se separó unos metros con él, relatándole sus experiencias en el Jordán, el anuncio de Juan, y cómo se habían hecho discípulos de Jesús. Felipe se quedó impresionado, pero gratamente conmovido con la idea de que Jesús fuera el Libertador.
Simón le incitó a que se uniera a ellos, explicando que Jesús estaba a punto de empezar su misión.
De pronto, allí mismo, Felipe se vio en la encrucijada de su vida. ¿Qué hacer? Esa mañana iba por el camino pensando sólo en el bautismo de Juan, y ahora de pronto, la posibilidad de poder formar parte del grupo del posible Libertador se abría ante él.
Andrés y Juan se unieron a Simón en su intento por convencer a Felipe, explicándole que no les cabía duda de que el hombre que todos esperaban era sin duda Jesús. Andrés relató, incluso, su experiencia durante el bautismo de Jesús.
—Pero, ¿oíste tú la voz? —le preguntó Felipe.
—Nosotros no la oímos, pero Juan sí.
Felipe se quedó pensativo, dudando por un momento de todas estas experiencias tan sorprendentes. ¿Era posible tanta suerte? ¿Que sus amigos de Betsaida hubieran dado con el Mesías, y que éste resultara ser un antiguo vecino y camarada suyo? Miró a Jesús y le vió conversando con Santiago sobre la ruta a tomar para llegar a Nazaret, y de pronto, recordando las muchas veces que había hablado con él, sintió una extraña sensación de certeza. Creyó firmemente que Jesús era alguien grande y único. No sabía si sería el Mesías prometido o no. Pero algo en su interior le atrapó con una seguridad que nunca antes había sentido.
—Quiero hablar con él —les dijo.
Y acercándose e interrumpiendo a Santiago, le preguntó:
—Maestro, ¿debo ir donde Juan, o seguirte con mis amigos?
Jesús sonrió y posó sus fuertes manos sobre los hombros del pescador. Con una firmeza que impresionó a Felipe le dijo:
—Mejor sígueme.
Felipe se sintió emocionado por la rotundidad con la que Jesús le había aceptado en el grupo. De pronto, cayó en la cuenta de Natanael, su amigo, que llevaba pacientemente esperando un buen rato, y salió a la carrera, haciendo señas al grupo para que le esperasen.
Natanael tenía veinticinco años y era un joven bromista y entrañable. Conocía a Felipe porque ambos tenían negocios juntos en la venta de productos derivados del pescado. Natanael estaba soltero y vivía con sus padres en Caná, que regentaban un próspero negocio de mercadería. Estaba ensimismado en su pensamientos cuando le sobresaltó su amigo con una inesperada noticia:
—¡He encontrado al Libertador, aquel de quien escribieron Moisés y los profetas, y a quien proclama Juan!
—Ah, ¿sí? ¿Otro maestro de esos? ¿Y de dónde viene ese maestro?
Felipe señaló hacia el grupo que esperaba cincuenta metros más allá, y le dijo:
—Es Jesús de Nazaret, el hijo de José, el carpintero de Nazaret, pero que desde hace un tiempo vive en Cafarnaúm.
Natanael apretó las cejas, con gesto de extrañeza:
—¿Nazaret? ¿Pero es que puede salir algo tan bueno de allí?
Pero Felipe, especialmente excitado, le tomó del brazo, levantándole:
—Ven a conocerle.
—Bueno, bueno, ya voy.
☙ ❧
Natanael se acercó con desgana hasta el grupo de discípulos. Él solía tomarse con muchas reservas estos anuncios de Mesías y libertadores que pululaban constantemente por el país.
Saludó a todos y en seguida, antes de decirle nada a Jesús, éste comentó a sus acompañantes:
—Aquí tenéis a un israelita honesto como pocos, incapaz de decir una falsedad.
Felipe, que conocía muy bien a Natanael, se quedó maravillado. Efectivamente, una de las grandes virtudes de su joven amigo, y de la que él se vanagloriaba con frecuencia, era su gran sinceridad.
Natanael se quedó perplejo:
—¿Es que me conoces, maestro?
—Te he visto meditando bajo la morera. Sé que te sientes confuso sobre la el mensaje de Juan y el reino venidero. Pero si me sigues, conocerás la verdad sobre todas estas cosas.
Natanael se quedó boquiabierto. ¡Era cierto! Mientras había estado sentado bajo el árbol, se había metido en una de sus típicas meditaciones, filosofeando sobre el Mesías y las noticias que llegaban procedentes del Jordán acerca del Bautista.
—¿Cómo puedes saber eso?
Luego, volviéndose a Felipe, le dijo:
—Es cierto.
Y dirigiéndose a Jesús, le declaró:
—No sé quién eres, pero sin duda debes ser un maestro sabio. Estoy dispuesto a seguirte, si soy digno.
Jesús hizo un gesto afirmativo con la cabeza, y le dijo: «Sígueme».
Y fue de nuevo esa firmeza en la mirada de Jesús la que desmoronó las dudas de Natanael y le hizo tomar su petate sin vacilación, siguiendo por el camino junto a los otros seis. Todos felicitaron efusivamente al canaíta por su elección, continuando rumbo hacia Galilea.[1]
Todo este relato está inspirado en LU 137:2, que a su vez tiene sus paralelos con el evangelio de Juan (Jn 1:43-51). Pero ninguno de los dos relatos deja claro qué es lo que hizo a Natanael volverse de súbito seguidor de Jesús. Por eso se han introducido algunas frases más en la conversación que intentan dar una posible explicación a este hecho. ↩︎