© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Los siete amigos se desviaron de la carretera del Jordán en uno de los vados cercanos al mar de Galilea. La intención de Jesús era tomar el camino menos frecuentado de Naín, y no utilizar la ruta de la llanura de Esdraelón. Aunque las nubes no presagiaban tormenta, el camino de Naín era mucho más directo y evitaba el pago de tributos en las calzadas que transitaban por la Decápolis.
Durante el camino, que serpenteaba indómito junto a uno de los afluentes del Jordán, el nahal Tabor, los nuevos compañeros de viaje se acercaron al «rabí nazareno» para tratar de averiguar algo más. Los comentarios de los dos pares de hermanos suscitaron una viva curiosidad en Felipe y Natanael. Felipe apenas podía reconocer en Jesús al constructor de barcas de Cafarnaúm. Mucho se daba cuenta de que un cambio profundo se había producido en él. Aquel porte, aquella seguridad que irradiaba, y esa voz aplomada y rotunda, le cautivaron desde el primer momento. Y a Natanael le sucedía algo parecido. Una atracción desconocida le impedía quitar ojo a su extraño guía. «¿Quién será este hombre?» se decía para sí.
La animada charla llegó a su fin a la altura de las faldas de la colina de Naín, un elevado promontorio visible a larga distancia, y no muy lejos de la estribación del monte Tabor. La pequeña ciudad de Naín descansaba a sus pies, blanca y brillante como mármol pulido. Los viajeros se internaron en la ciudad y compraron provisiones para el resto del día. Jesús hizo acopio de algunos víveres extra. «Son para mis pequeños sobrinos», les dijo. Eran golosinas hechas a base de miel con ciruelas pasas. Entonces todos cayeron en la cuenta de que la intención de Jesús era la de pernoctar en la casa de algún pariente en Nazaret, y adquirieron aromas e incienso como obsequio para la familia.
Después de almorzar en la ciudad, y de visitar Jesús a unos conocidos, reanudaron camino hacia la serranía de Nazaret. Pronto caería el sol y quedaba lo peor de la ruta. La ascensión al har Nazarit, la extensa colina que flanqueaba por el noroeste toda la llanura, y detrás de la cual se escondía la antigua ciudad del Rabí.
Por el camino Jesús les relató muchas anécdotas de su infancia a sus primeros discípulos. El Maestro sentía volver a su recuerdo muchas gratas escenas del pasado, imágenes de una infancia distante que revivían de nuevo. Así pudieron averiguar que toda su familia, tanto por parte de padre como de madre, era de Nazaret, y que aún vivían muchos hermanos y primos en la pequeña urbe.
Cuando el sol empezaba a ocultarse por detrás de las elevaciones del monte Carmelo llegaron a las faldas del extenso promontorio. Jesús les guió con decisión por el serpenteante camino que ascendía hasta la cumbre. El Maestro, con una forma física envidiable, abría la expedición a buen paso. Pero Natanael y Pedro apenas podían seguir el ritmo, de modo que pararon en dos ocasiones para reunirse todos y tomar algo de aliento. Jesús, que se sentía rejuvenecer con la proximidad de Nazaret, bromeaba con ellos, haciéndoles ver que les esperaban cosas más duras si de verdad deseaban seguirle.
Finalmente, con apenas un hilo de luz en el horizonte, alcanzaron la cumbre. A sus pies, en un descenso jalonado de terrazas escalonadas, se abría el valle donde descansaba, tranquila, la ciudad.
Nazaret se extendía, tendida bajo otra cumbre más alta y paralela, al otro lado de donde se encontraban. El núcleo principal era un extenso y alargado enjambre de casitas de piedra, débilmente iluminadas por candelas que se adivinaban en los ventanucos. Debido a lo tardía de la hora, se apreciaba un escaso movimiento por sus calles y en los caminos. Tenían que darse prisa.
Descendieron por el camino, que circulaba en zigzag entre plantaciones de vid débilmente apoyadas en rodrigones, hasta desembocar en la ruta principal de las caravanas, a corta distancia de la fuente de la ciudad.[1]
Los discípulos supusieron erróneamente que Jesús se disponía a entrar en la localidad. Pero el Maestro enfiló por la carretera en dirección al norte. Pasaron de largo junto a una gran caravanera, más grande que la que hay en Cafarnaúm. Dentro, en el extenso patio, pudieron observar de reojo una inusitada actividad de hombres y mujeres extranjeros arreando animales y colocando carretas.
Unos metros más allá, Jesús se detuvo unos instantes junto a una pequeña edificación de piedra, con las puertas y ventanas protegidas por maderos, y cerrada a cal y canto. Rodeó un momento la casa, provocando la extrañeza de los discípulos, pero volvió al poco, sumido en sus pensamientos, retomando camino hacia el norte.[2]
Nadie circulaba ya a esas horas por el camino, que permanecía sumido en unas tinieblas algo inseguras. Sin embargo, con el paso decidido, Jesús continuó por la vereda, dejando atrás la ciudad. El sendero se volvió cuesta arriba, y las construcciones fueron abandonando las márgenes. Cien metros más allá, el camino parecía zigzaguear en dirección norte, subiendo por una empinada elevación. Pero la falta de luz hacía muy poco aconsejable seguir esa ruta.
Para alivio de los discípulos, Jesús tomó un pequeño caminito a la izquierda, dirigiéndose en dirección a unas tenues luces provenientes de un grupo de viviendas.
Finalmente, con un lacónico «Aquí es», Jesús se detuvo frente a una hilera de casas bajas de piedra situadas en la ladera, perpendiculares al pequeño camino, y dominando con una vista espléndida la ciudad. Los ladridos de unos perros en la parte trasera de la casa habían alertado a los inquilinos. Se oyeron pasos en el interior y varias voces interrogantes. Luego, la cancela se abrió lentamente y asomó el rostro desconfiado de José, uno de los hermanos de Jesús.
De inmediato su cara pasó del recelo a la sorpresa, lanzando una imprecación y gritando «¡Yeshua ha vuelto!».[3]
A la exclamación se unieron unos gritos de alegría de varias mujeres que se encontraban en el interior, y que no tardaron en aparecer por la puerta. Eran Miriam, la hermana de Jesús, Rebeca, la mujer de José, y Ana, la suegra de Miriam.
—¡Jesús!
—¡Jesús!
Se abalanzaron sobre el Maestro, rodeándole en un triple abrazo, de modo que hicieron tambalear las cansadas piernas del Rabí. José tuvo que pedir un respiro para el pobre Jesús, porque las preguntas habían empezado a llover sobre el hermano, y la fría noche no hacía aconsejable quedarse en el exterior.
Invitó a todos a que entraran en la casa, incluidos los discípulos. Jesús hizo unas rápidas presentaciones, explicando tan sólo que sus acompañantes eran amigos suyos de Cafarnaúm.
En el interior de la pequeña casa hacía un calorcillo agradable, fruto de unos troncos que ardían en un pequeño fogón de piedra situado en una esquina. La estancia, de reducidas dimensiones, disponía de unos largos bancos colocados cubriendo un lateral, alrededor de una mesa baja, todo de material pétreo.
Miriam secuestró la atención de Jesús, sin dejar de abrazarse a él. José, viendo que casi no cabían todos de pie, rogó a los discípulos que tomaran asiento, mientras se dirigía a una habitación contigua para traer unos taburetes.
Jesús se abrió paso como pudo hasta una esquina del comedor para tomar en brazos a un niño de enormes ojos interrogantes que descansaba sujeto a una sillita.
—¡Uf! Pero, ¿qué le habéis dado de comer al pequeño Ariel?
Todos rieron de buena gana al ver las muecas de sorpresa y satisfacción en la carita del pequeño cuando el Maestro le situó junto a sí.
—Hace casi un año que no le ves —apuntó José—. Éste crece muy rápido.
—¿Éste? ¿Es que tenéis más?
José señaló a su mujer, mientras ella perfilaba su vientre para que pudiera apreciarse mejor el embarazo.
—No aún. Faltan cinco meses.
Todos se quedaron admirados. Apenas se notaba en Rebeca el menor síntoma de su estado.
Cuando todos tuvieron su sitio y el agradable calor permitió quitarse los mantos, la familia de Jesús puso al corriente a su hermano de las novedades. El Maestro se interesó vivamente por sus nuevos sobrinos.
Como imaginaba, Simón y su mujer por fin habían tenido a su primer hijo, que finalmente había sido un niño al que habían llamado Juan. El parto fue largo y complicado, pero finalmente todo había salido bien.
Jesús se alegró de ver que las familias se iban ampliando con salud y bienestar. Pero a las muchas preguntas de José y Miriam se mostró esquivo y misterioso. Mucho podían advertir que había cambiado su hermano en aquel escaso año. Trataron de que les contara algo emocionante sobre los lejanos países donde suponían que había estado viajando, pero él les defraudó confesándoles que tan sólo había recorrido el sur y norte de Israel, y que el resto del tiempo había estado en Cafarnaúm.
Horas después apareció por la casa Jacobo, el marido de Miriam y mejor amigo de Jesús de la infancia. Se llevó una gran sorpresa al ver tan concurrida la habitación. Al descubrir a Jesús entre tanta gente desconocida, soltó un alarido y dejando a su hijo pequeño en manos de su madre, se fundió en un caluroso abrazo con su admirado amigo.
Jesús repartió besos para los dos niños pequeños de Jacobo, mientras el padre se rehacía de la repentina congregación familiar.
—No sabíamos que fueras a venir…
Jesús obvió las explicaciones sobre su estancia en el campamento del Bautista, pero hizo ver que había visitado a su primo segundo Juan, en el Jordán, y que según regresaban hacia Cafarnaúm habían decidido pasar por Nazaret.
—Pues sed bienvenidos. Podéis quedaros algunos en mi casa, si queréis —les comentó a los discípulos—. ¿Cuánto vais a quedaros?
—Tan sólo esta noche —aclaró Jesús—. Nos espera mucho «trabajo» en el lago…
Los seis discípulos supusieron que había más en aquella última frase de Jesús que lo que los demás adivinaban.
—Entonces, ¿no vais a asistir a la boda de Joah? —se extrañó Jacobo—. Al principio pensé que veníais por eso.
Miriam corroboró las palabras de su marido.
—Sí, en cuanto llegasteis lo primero que pensé es que veníais por la boda.
Jesús negó con la cabeza, en señal de ignorancia. Pero Natanael conocía muy bien de qué hablaban.
—Sí. Yo estaba invitado. Se trata de la boda de la hija de Elihú, hombre de gran influencia y viejo amigo de la familia. Decliné la invitación para poder dirigirme al Jordán.
—Es dentro de tres días, en Caná —explicó José—. El novio es Joah, nuestro primo, el hijo de Natán.
Natán era primo carnal de María, la madre de Jesús, y al parecer estaban todos invitados, tanto la familia de Nazaret como la de Cafarnaúm. La larga ausencia de Jesús les había impedido contactar con él para avisarle de la invitación.
Jesús se quedó unos segundos en suspenso, meditando. Toda la familia estaba invitada, y se sintió atrapado. ¿Qué hacer? Aun sin usar su capacidad mental superior y su poder de previsión, Jesús intuía que una reunión familiar tan grande podía significar un exceso de atención sobre su persona, algo que quería evitar precisamente en esos momentos. Su intención era iniciar poco a poco el adiestramiento de sus primeros discípulos, y regresar al trabajo sosegado en Cafarnaúm.
Pero estaba claro que Alguien acababa de cambiar los planes.
—Muy bien. ¿Por qué no? Asistiremos nosotros también —afirmó Jesús—. Puesto que Natanael también ha sido invitado, quizás no resulte extraño que vayamos los siete.
Miriam palmeó, rebosante de satisfacción.
—¿Importarles? ¡Al contrario! El primo Joah hizo especial hincapié en que asistieras tú. Todo el mundo habla de ti desde que Judá trajo noticias del Jordán…
El marido de Miriam la fulminó con la mirada, haciéndola ver que estaba hablando demasiado.
La conversación fue interrumpida finalmente por Ana y Rebeca, que pidieron la colaboración de todos para servir la cena. Ante la premura, las mujeres habían improvisado un guiso con el que poder saciar el hambre de Jesús y sus discípulos.
La agradable velada se prolongó hasta bien entrada la noche, pero para evitar despertar al pequeño Ariel y dormir a los niños de Jacobo, decidieron retirarse todos a descansar temprano.
Mientras se marchaban Jacobo y su familia y se deseaban las buenas noches, Jesús se retiró al antiguo taller. Garlopas, serruchos y hachetas permanecían colgadas de los mismos clavos que él usara tiempo atrás. Un olor inconfundible a serrín e higuera silvestre recién cortada le hicieron retroceder en el recuerdo, a los tiempos de la infancia y la adolescencia.
Colgando de las paredes todavía pervivían las tablillas blancas de cedro con citas de la Torah, sobre todo los diez mandamientos que Jesús escribiera de joven, con buena caligrafía hebrea.
Cuando Jesús regresó al comedor, tardaron unos segundos en percatarse de lo que llevaba en las manos. Le vieron acercarse sigiloso al fogón de la esquina con unos tablones, pero no le dieron importancia. Entonces, haciendo fuerza, Jesús partió en dos uno de los tablones y lo echó al fuego. Los seis apóstoles suponían que su maestro estaba simplemente avivando el fuego. Pero de pronto, José, el hermano, se levantó como un resorte y se fue hasta él con el rostro descompuesto.
—Pero, ¿qué estas haciendo?
Jesús continuó partiendo tableros y echándolos al fuego. José intentó rescatar uno de las llamas, pero el hermano mayor le sujetó el brazo con firmeza, mientras intentaba tranquilizarle.
—Es necesario que haga esto. Algún día lo entenderás.
—Pero, esos mandamientos y proverbios los escribiste tú…
—Por eso mismo debo destruirlos.
José le miró desconcertado contemplando cómo ardían las tablillas. Pero Jesús parecía ausente, serio y preocupado.
—No puedo entenderlo, la verdad. Y no sé qué tendré que entender en el futuro. No apareces por aquí en todo un año, y cuando lo haces te dedicas a quemar los hermosos textos que decoran «nuestra» casa.
José se retiró, saliendo al patio trasero de la casa, con gesto visiblemente disgustado.
Los discípulos no se atrevieron a intervenir en la discusión, y la mujer de José se excusó, indicando que prepararía las esteras en el dormitorio principal.
La noche terminó algo sombría. Los seis apóstoles se retiraron a descansar, dejando a Jesús junto al fogón. Mientras todos estaban tumbados en sus lechos, oyeron a la mujer de José y a éste discutir en el corral que había detrás de la casa. Rebeca trató inútilmente de borrar el enfado de su marido, pidiéndole que no aireara los asuntos familiares delante de extraños. Pero las desavenencias con Jesús venían de lejos y estaban enraizadas tan fuertemente que resultaba difícil olvidarlas. Todos estos reparos habían vuelto de golpe con aquella extraña acción de Jesús.
Sobre Nazaret, léase los apéndices: «Nazaret» y «La casa de Jesús en Nazaret». Algunos datos, relativos a las plantaciones de vid que se describen, están sacados del libro Jesús desenterrado, de John D. Crossan y Jonathan L. Reed, aunque sin coincidir con las conclusiones a las que llegan estos autores. ↩︎
El edificio en el que Jesús se detiene unos instantes cuando llegan es la tienda de provisiones para las caravanas en la que él trabajó de joven. ↩︎
Respecto a que en ocasiones los más allegados a Jesús le llamen Yeshua, véase el apéndice «Yeshua ben Yosef». ↩︎