© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Cuando Jesús apareció en el jardín, encontró a su familia y amigos revolucionados. Todo el mundo hablaba del extraño suceso. Algunos alzaban alabanzas al cielo, asegurando que habían asistido al primer portento de un hombre extraordinario. Otros, dudaban de toda la historia y no paraban de pedir detalles sobre la procedencia del vino y de las cántaras.
Sin embargo, la gente se fue silenciando, dándose codazos entre sí. Jesús pretendía dirigir unas palabras de explicación, pero contempló tales rostros de respeto y temor, que suspirando, se marchó a otro corral contiguo, y subiendo por una escala, se ocultó en uno de los terrados de la casa de Natán.
«¿Dar explicaciones?», pensó. « ¿Para qué? Los invitados ahora creen que soy el Enviado, sí, pero tan sólo porque han podido presenciar un suceso inexplicable. No les interesa la verdad. Sólo quieren llenar su mente con la novedad y esperan que el Hijo de Dios les resuelva sus problemas».
Permaneció en la azotea todo el resto de la noche, y aunque le buscaron por la casa, no dieron con él. No se le ocurrió a nadie que podía estar allí. Sus discípulos estaban desconcertados. ¿Por qué había desaparecido de ese modo? Tenía a todo el mundo alborotado. El milagro había resultado tan patente, que no había ya nadie entre los invitados que dudara del fenómeno.
Jesús escuchó durante horas el griterío y las discusiones de los familiares, y cuanto más escuchó, más se entristeció y menos deseos de bajar y hablar abiertamente le entraron.
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Jueves, 28 de febrero de 26 (22 de adar de 3786)
El primer día de las festividades de boda terminaron a una muy tardía hora. La conversión del vino causó un profundo impacto entre los habitantes de Caná, de modo que se formó un tremendo conglomerado de gente en torno a la casa de Natán.
Los discípulos, después de buscar infructuosamente a Jesús, supusieron que se habría retirado a solas, fuera de la ciudad, en algún descampado, como solía hacer, y se echaron a dormir.
Pero no llevaban ni tres horas de sueño cuando la silueta gigante de Jesús les despertó, solicitando con urgencia que se levantaran. Alarmados e incapaces de reaccionar por el cansancio, saltaron de sus esterillas, preguntando si ocurría algo.
—Regresamos a Cafarnaúm.
Los seis amigos se miraron incrédulos y derrotados.
—¿Ahora??
Pero Jesús no parecía tener cara de bromas, y con el gesto serio, les replicó:
—Nadie os dijo que ser mis apóstoles iba a resultar fácil.
El tono de su voz no dejaba lugar a dudas. Partían de inmediato. Suponían que el suceso del vino tenía gran parte de la culpa. ¿Quizá era un hecho no esperado por su maestro? ¿Había algún peligro oculto que ellos no supieran? Sus cabezas, en plena resaca por tanto vino, eran incapaces de pensar con fluidez, así que se vistieron a toda prisa, y sin hacer ruido, para no despertar a nadie, salieron fuera de la estancia. Otros familiares dormitaban también en la misma alcoba, entre ellos algunos hermanos de Jesús. Pero ninguno advirtió cómo se marcharon.
Hacía un día realmente desapacible, con un viento persistente y húmedo que se colaba por debajo de los mantos. Jesús parecía llevar prisa y encabezando el grupo, abrió con sigilo el portalón del jardín, saliendo al exterior y dejando caer el cerrojo al salir.
En el exterior, Natanael se acercó a Jesús:
—Maestro, no me he despedido de mis padres.
Jesús asintió, comprendiendo. Los padres de Natanael, que habían asistido a la boda, vivían cerca de allí. Eran ya ancianos, y todos los hijos se habían casado excepto el apóstol, que era el único que vivía con ellos.
—No te preocupes. Mandaremos un mensaje desde Cafarnaúm y dentro de unos días podrás volver a verlos.
El discípulo agradeció la comprensión de Jesús, y todos emprendieron la marcha. Bajaron hasta el camino de Jotapata, y tomando la ruta que había usado Jesús con las familias de Cafarnaúm, se dirigieron rumbo a casa.
Hablaron poco durante la mañana, y caminaron con prisa hacia el mar de Galilea. Todos estaban impresionados e impactados con el suceso de la aparición del vino. Miraban de reojo a Jesús con admiración y cuchicheaban entre sí sobre él. Se sentían profundamente privilegiados de poder caminar junto a un hombre tan singular. «Si en verdad es el Mesías esperado», pensaban, «¡qué cosas tan inmensas nos aguardan! ¡Seremos famosos! ¡El mundo entero se asombrará con nuestra obra!». Pero Jesús, que podía penetrar en sus pensamientos, prefirió no hacer muchos comentarios, y esperar.
Cuando atravesaron el wadi Arbel, hicieron un alto para descansar y comer y beber algo. Jesús entonces les dirigió la palabra a todos diciendo:
—El reino está ya entre vosotros. Pero los reyes y los poderosos de la Tierra no lo perciben. Los soberanos sólo entienden el poder de la fuerza y de la sumisión. Pero en el reino no existen estas leyes. En el reino no habrá necesidad de manifestaciones de poder, porque el reino en realidad no es sino la presencia del amor del Padre entre vosotros.
› Por eso, no busquéis la realización del reino a través de portentos y milagros. Que no os nuble vuestro entendimiento. Puede que en el futuro ocurran ciertos hechos que os resulten asombrosos y magníficos. Pero esos sucesos no tienen que ver con el reino. Cuando yo me vaya, ya no sucederán más. Por tanto, no estéis ansiosos y expectantes deseando que suceda algo. Más bien, estad dispuestos a tener iniciativa. Pensad bien en lo que vosotros vais a hacer en el reino, más que en lo que el reino hará por vosotros.[1]
Pedro no pudo contenerse, como de costumbre:
—Deberías entrar en Tiberias y proclamar allí el reino, para que que «quien detenta el poder» escuche por primera vez tu palabra y empiece a temblar.
Jesús sonrió y movió la cabeza negativamente, con cansancio.
—Pedro, Pedro… ¡Qué ansia de buscar problemas que tienes! ¡Cuánto habrás de cambiar en lo venidero! A todos os digo, cuidaos de entrar en las grandes ciudades del tetrarca. No habléis a nadie sobre mí o sobre lo que sucedió anoche, al menos no por ahora. Si hay que discutir con alguien sobre estos asuntos, dejadme a mí.
—Pero maestro, ¿qué mejor sitio que en Tiberias, o en Séforis, donde tantos partidarios romanos nos abruman, para anunciar el reino y comenzar las grandes obras de la nueva era?
Jesús le dejaba hablar con resignación, pero arqueaba las cejas en desaprobación burlona:
—¿Cuándo lo percibirás claramente, Pedro? El reino no necesita anunciarse. Ya lleva entre vosotros mucho tiempo, como para que conozcáis las credenciales de sus emisarios. ¿Qué nuevo tiempo esperas que empiece, si no has sido capaz de descubrir el que ya ha empezado? ¡Cuántos nuevos tiempos necesitáis!
Poco después emprendían el camino, confusos y pensativos con las extrañas palabras de su nuevo ídolo. Pero nada pudo enturbiar la emoción del día. «El reino, ¿ya había empezado? ¿Qué quería decirles su maestro?». No importaba. Ellos eran los primeros en descubrirlo. Aquel era el hijo de David, el enviado por tanto tiempo prometido. El Hijo de Hombre de la visión de Daniel. Aquel de quien tantos profetas habían hablado…
Llegaron por la tarde a casa de Zebedeo, en las afueras de Cafarnaúm. Se encontraron con toda la familia reunida, que se quedó gratamente sorprendida de verles volver de Caná tan pronto. Jesús repartió besos y abrazos a todos los de la casa, encantado de regresar al que ya consideraba «su hogar», lejos de las intrigas y discusiones de sus familiares.
Simón y Andrés se acercaron hasta su casa, no muy lejos de la de Zebedeo, para visitar a su familia, a la que hacía mucho tiempo que no veían, prometiendo regresar después de la cena.
En ambas casas las familias informaron a los recién llegados de las desalentadoras noticias provenientes del Jordán. Allí supieron de la división provocada por Esdras y del bajo estado de ánimo de Juan. Pero todos se esperanzaron con la idea de que su nuevo maestro lograría en breve dar la vuelta a la deprimente situación del Bautista.
Simón estaba casado y tenía tres hijos pequeños. En su casa vivía su hermano Andrés, que estaba soltero, y su suegra, Amata, que era viuda. La familia de Simón y Andrés siempre había estado muy unida a la de los Zebedeo. Sus padres ya habían fallecido, pero su padre, Jonás, había sido socio de Zebedeo en el negocio de la salazón de pescado. Además, Amata y la mujer de Pedro trabajaban en casa de Zebedeo como empleadas del hogar y cocineras.
Cuando Perpetua, la mujer de Simón, escuchó el vibrante relato de los sucesos de Caná, y cómo Jesús les había elegido a los seis como sus representantes, decidió firmemente hacerse seguidora de Jesús, y así se lo comunicó a su marido.
Esa noche, en la casa de Zebedeo, se produjo una de las reuniones más desconcertantes que pudieron luego recordar los apóstoles. Se retiraron en el patio posterior de la casa de Zebedeo, el que daba hacia la playa. Allí, Jesús se sentó con sus seis flamantes embajadores, y les habló claramente:
—Debéis desprenderos de vuestras ideas preconcebidas sobre mi misión en este mundo. No he venido a destruir imperios, ni a trocar fronteras o derrocar soberanos. Aunque existe un príncipe de este mundo que sin duda deberá rendir cuentas de sus actos en un futuro inmediato, vosotros todavía no podéis imaginar ni comprender a qué me estoy refiriendo.
› Yo he venido para proclamar un mensaje revelador e inspirador, la verdad de la filiación del ser humano con su Padre del cielo. Este hecho de la paternidad de Dios, unido a la conclusión concomitante de que todos los seres humanos sois hermanos, es la mayor revelación que se puede realizar a este tiempo sobre la realidad del carácter amoroso del Padre.
› Pero no confundáis esta proclamación con los anuncios confusos que realizaron los profetas en épocas pasadas. Muchas de las profecías que han llegado hasta nuestro tiempo están profundamente enredadas por los prejuicios y el odio racial. No son dignas del carácter amante de mi Padre. Tratan de crear una imagen terrorífica y justiciera de él, cuando su único deseo para con sus hijos descarriados es un amor sin límites y una comprensión sin medida. ¿Cuándo, en qué época no ha existido en el mundo una sombra de pecado y de iniquidad, que obligó a los sabios y los profetas a lanzar críticas audaces y a pronosticar un futuro incierto?
› Pero, ¿acaso en todos esos tiempos, dejó mi Padre de hacer brillar el sol por el horizonte? ¿Acaso no fue puntual la luna cada novilunio? ¿Se tambaleó una sola estrella en el firmamento? Él es un Dios amoroso que hace continuar los días y las noches sobre justos e injustos, sobre santos y pecadores. Porque no desea que ni uno solo de sus hijos que ha creado se pierda. Él no es un juez colérico que busca la perdición de quienes le ignoran. Tampoco se sienta a lamentarse por su creación. Más bien, él es quien sale al encuentro del caminante perdido, quien le ofrece la dirección correcta para llegar al destino, quien le cobija bajo su casa y le alienta a continuar.
Los discípulos escuchaban embobados, porque el tono de voz de Jesús había cambiado mucho en aquellos últimos meses. Ya no era como le habían conocido tiempo atrás. Había una gran firmeza y decisión en su mirada y en sus palabras. Pero ellos no podían intuir siquiera la razón de este cambio…
—Sí, maestro, todas estas cosas las entendemos, pero, ¿cuándo te manifestarás al mundo para que éste conozca que tú eres el «enviado»?
Esta vez fue Santiago el que se impacientó y lanzó el primer interrogante. Pero la respuesta de Jesús no pudo ser más contundente:
—Si esperáis ver en mí el cumplimiento de las antiguas profecías, estáis abocados a sufrir la mayor de las desilusiones. No será envuelto de gloria y poder que abandonaré este mundo, porque aún no ha llegado el momento propicio que permita establecer el gobierno celestial en esta tierra. En lugar de eso, estad preparados para ver a vuestro maestro sufrir en manos de los descreídos y los prejuiciosos. Seré vituperado y ultrajado, tratado con desprecio y hasta maltratado. Y nuestra obra parecerá por momentos desmoronarse, tambalearse frente a las intrigas de nuestros opositores.
Los seis se quedaron petrificados, atónitos con aquel fatalismo de su ídolo. Pero, ¿qué estaba diciendo? El milagro de la noche antes había resultado patente para todos los habitantes de Caná. ¿Cómo iba a poder alguien ponerle las manos encima con semejante poder?
—Pero, maestro, no entendemos. ¿Acaso no combatirás a esos enemigos? ¿Quiénes serán, y cómo podrá ser que superen tu poder?
Andrés fue el único que acertó a decir algo. Y Jesús tenía un gesto pensativo, mientras miraba fijamente a cada uno de ellos. Se mesó la barba y se hizo un espeso silencio mientras la respuesta se demoraba.
—No, hijo mío. No será por medio de las armas y de la violencia en que llegará el reino de mi Padre al corazón de los creyentes. Olvidad ya esas viejas ideas de guerras y de matanzas. El final de los tiempos no será así. Mas bien, el final de los tiempos no llegará nunca, porque el Padre siempre donará a sus hijos una vida abundante para que puedan rendir sus frutos, si no aquí, en el camino de la eternidad. Nuestra misión será una misión de paz, y nuestro mensaje una nueva noticia de esperanza y de vida eterna. Combatiremos el mal con el bien, y no opondremos resistencia a quienes deseen nuestra destrucción, porque nada podrán hacernos que no sea la Voluntad del Padre.
Jesús hizo una pausa, que sus seis oyentes aprovecharon para aposentar en sus mentes aquellas difíciles palabras.
—Pero, entonces, maestro, ¿no restablecerás el reino de tu pueblo y limpiarás de infieles la faz de la Tierra?
—No, hijos míos. No estoy aquí para eso. Esas ideas fueron fruto de la mente menos avanzada de los antiguos sobre la verdadera compasión del Padre. Mi propósito es llevar adelante la Voluntad de mi Padre, que me pide que complete la experiencia de la vida humana hasta el final y sin utilizar mis prerrogativas supernaturales. No habrá prodigios ni grandes signos en nuestra obra. Trabajaremos de forma tranquila, predicando un nuevo mensaje de salvación para cuantos tengan hambre de la verdad. Y estad seguros de que muchos se resentirán de nuestro evangelio, y seremos odiados y perseguidos.
Los discípulos se miraban presos del desconcierto. No entendían este cambio en Jesús. ¿Por qué este derrotismo, después de los extraordinarios sucesos del día antes?
—Pero, maestro. De ese modo nadie te podrá considerar el «ungido por Dios». Nuestro pueblo espera que se cumplan las profecías de los antiguos. Si tú tienes el poder, por qué ocultarlo. ¿Por qué no permite el Padre que lo utilices en tu misión?
—Dices bien, Andrés. Porque yo no soy el Mesías esperado por nuestros padres. Más aún os digo: el Mesías, tal y como ha sido profetizado, no llegará nunca.
Estaba diciendo estas afirmaciones sorprendentes, cuando apareció por la puerta del patio el hermano de Jesús, Judá. Al parecer, al no encontrar a Jesús y sus discípulos en Caná, la familia había supuesto que su hermano había regresado a Cafarnaúm, y Judá había seguido los pasos de los apóstoles ese día, esperando poder reencontrarse con Jesús.
El hermano pequeño se encontró con unos gestos llenos de preocupación y desconcierto en el grupo de los seis. Apenas le saludaron al verle de nuevo. Judá se acercó y Jesús se levantó, dando por concluida la charla. Pero ninguno quería retirarse. Aquellas últimas palabras de Jesús les habían dejado el corazón desolado. ¿Cómo podía decir Jesús que él no se iba a convertir en el Mesías? ¿Quién sino iba a ser? ¿Quién que pudiera hacer semejantes prodigios?
Jesús, viendo que no resultaba conveniente prolongar la reunión, les envió a descansar, y les emplazó a todos para la hora del desayuno.
A regañadientes, se resguardaron en la casa de Zebedeo para dormir. Mientras, Jesús tomó a su hermano, y abriendo el portalón trasero de la casa, salieron a la playa.
Durante unos minutos, el Maestro se interesó por el estado de ánimo en Caná a raíz del suceso del vino. Judá trató de suavizar las impresiones de la familia. Pero Jesús supo leer entre líneas.
—Padre-hermano. Escuché parte del final desde el patio, mientras hablabas con tus discípulos. Yo no sé muy bien qué pensar de estas cosas. Nunca te he comprendido del todo. No sé de cierto si eres lo que mi madre nos ha enseñado, y no comprendo plenamente el reino venidero, pero sé de seguro que eres un poderoso hombre de Dios. Yo también escuché la voz del Jordán, y creo en ti. No importa quién seas.
Jesús, conteniendo la emoción, se fundió en un fuerte abrazo con su hermano, mientras deslizaba un sincero «gracias» en su oído.
Antes de marcharse, le preguntó si podría regresar también él junto a sus seis discípulos para desayunar con ellos. Jesús respondió afirmativamente:
—Ven cuanto quieras.
Y el hermano se alejó por la orilla camino de su casa en Magdala.
Este es el capítulo decisivo de toda la historia del milagro del vino en Caná. Esta es la historia que nunca contó Juan en su evangelio, o que quizá alguien eliminó de su evangelio, pues justo después de la historia de Caná el evangelista descoloca toda la historia y nos traslada de golpe a Jerusalén en el momento en que Jesús expulsa a los vendedores del templo, que por lo que sabemos por los otros evangelistas fue un hecho que sucedió la última semana de vida de Jesús, antes de ser ajusticiado.
El evangelista parece darnos a entender que Jesús realizó este milagro para mostrar su poder y que la gente creyera en él. Nada más lejos de la realidad. Jesús había decidido procurar que no pasara nada milagroso ni fuera de lo normal durante su trabajo de predicación. Este suceso ocurrió porque supeditó su voluntad a la de su Padre, y al Padre le pareció bien hacer esto. Pero lo que no nos cuenta el evangelio es el tremendo disgusto y desilusión que sintió Jesús al percibir que sólo había captado la atención de la gente por el hecho de que le veían como el autor material del milagro. El evangelio muestra a Jesús regresando a Cafarnaúm tranquilamente con su madre, su familia y sus discípulos, pero El Libro de Urantia (LU 137:5) nos le muestra saliendo de Caná al día siguiente con sus discípulos, lógicamente alterado por los hechos que se habían producido.
Esta es una constante que seguirá apareciendo en esta novela y que está basada en la nueva visión que ofrece El Libro de Urantia sobre el tema de los milagros de Jesús. Tradicionalmente se ha creído que Jesús hizo milagros, que buscó en muchas ocasiones hacer prodigios. Sin embargo, El Libro de Urantia nos dice que el Maestro renegaba por completo de hacer estas cosas. Hizo voluntariamente sólo unos pocos, dos o tres milagros. El resto son sucesos que ocurrieron al margen de su voluntad, bien porque fue la voluntad del Padre, o bien porque fueron simplemente sucesos naturales.
Para nosotros el milagro siempre ha sido, desde un punto de vista científico, un enigma de gran interés. Pero cuando leemos en El Libro de Urantia los poderes que tiene Jesús se puede ver que los milagros, los sucesos que se pueden llamar como tales, fueron algo impresionante y fuera de toda explicación racional. El Libro de Urantia (LU 137:4) dice claramente que Jesús tenía la facultad y poder de modificar la velocidad a la que pasa el tiempo, y modificar esa velocidad incluso sólo en un lugar o en un objeto. Del mismo modo dice que la expresión de un deseo por parte de Jesús, si era un deseo aceptable por el Padre, se realizaba de inmediato. Explica que el vino se produjo cuando los seres angélicos acumularon las sustancias para hacer vino y acto seguido se produjo una aceleración temporal que provocó que la fermentación alcohólica sucediera en un breve instante de tiempo.
Un asunto complejo éste de la aceleración temporal que volverá a salir a colación en otros hechos portentosos relacionados con Jesús. ↩︎