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Miércoles, 27 de febrero de 26 (21 de adar de 3786)
La mañana del miércoles se presentó ligeramente nublada. Por la noche había llovido y los patios de las casas estaban encharcados. Muchas cisternas rebosaban del agua de lluvia.
Felipe fue el primero en despertar, incómodo como había estado en una estera que no era la suya. Encontró a Jesús levantado, meditabundo, en un extremo del corral. En el centro se había dispuesto una gran mesa baja de madera, donde tendría lugar la cena de la boda.
—Maestro, ¿cómo es que estás aquí solo? ¿No tienes frío?
Felipe se sentó a su lado, abrigándose en el manto y frotándose los brazos. Jesús salió de sus pensamientos y miró a su nuevo discípulo con eterna ternura.
—Me gusta disfrutar de esta hora silenciosa del día, cuando arranca la actividad de las casas.
Felipe escuchó. Un murmullo de fondo, el sonido de las muelas de grano, empezaba a llenar la ciudad. Las voces de los burreros y de los pastores conduciendo a las reatas y a los rebaños al har Yodefat se alzaban sobre el piar intenso de las aves madrugadoras.
—Sí —comentó el discípulo—. Hay mucha paz.
Jesús miró a Felipe, conociendo sus inquietudes.
—Dime, ¿qué te preocupa?
El discípulo dudó por dónde empezar.
—Bueno, pensaba en mi mujer. No sabe dónde estoy y hace días que marché de casa. Se suponía que sólo íbamos a ir unos pocos días al Jordán.
Jesús le sonrió.
—Y ahora, de pronto, te encuentras siguiendo a un nuevo profeta… Y son demasiados cambios para tan poco tiempo, ¿verdad?
Felipe asintió. Era fácil hablar con Jesús. Demostraba un habilidad especial para leer entre líneas.
—¿Y cuándo te has casado?
—Hace poco más de un mes. Fue una boda sencilla. Bastante más que ésta…
Jesús tranquilizó a su buen amigo.
—No debes sentir agobio, Felipe. No es mi intención que la proclamación del nuevo mensaje suponga a mis embajadores tener que abandonar a sus familias. Regresaremos a Betsaida y pasaremos allí un tiempo en preparación para la hora. A todos nos hace falta trabajar y ser pacientes aún.
Felipe agradeció a Jesús su consideración, hablando por espacio de una hora sobre los planes inmediatos para su instrucción y capacitación en el nuevo reino. Una interesante conversación que luego no dejó de divulgar el resto de la mañana entre sus compañeros.
☙ ❧
A media mañana empezó a llegar a la casa del novio el tropel de invitados. Aunque se había invitado a sólo doscientos familiares y amigos, el número de curiosos y huéspedes adicionales casi llegaba al millar.[1]
El padre del novio, vestido con sus mejores galas, hizo de anfitrión, desviviéndose en saludar a unos y a otros. La familia de Jesús procuró ayudar todo lo que estuvo en su mano a la de sus primos, desplazando el mobiliario para hacer sitio y ofreciendo auxilio a los desbordados sirvientes con los divanes y la distribución de los puestos.
Al novio, como era lógico, no se le vio en toda la mañana. Estaba muy atareado con los dos «amigos» que hacían de testigos de boda en la preparación del habitáculo nupcial, el cheder[2].
Pero el Maestro se convirtió en la verdadera atracción de esa mañana. Todos los invitados habían oído de los rumores sobre los sucesos del Jordán, y nadie quería perderse la ocasión de conocer al tan renombrado carpintero. Jóvenes, ancianos y niños se disputaban el saludo de Jesús y sus palabras de bienvenida.
El Rabí, como familiar directo, hizo los honores, y se mostró encantadoramente cordial y distendido. Bromeaba sin cesar y no dejaba de provocar la risa con sus divertidos comentarios. Sus amigos y familia, quienes le habían conocido durante tantos años, casi no le reconocían. Ahora era un fornido hombre, robusto y alto, de mirada penetrante y rostro alegre, con la voz varonil y de risa contagiosa.
Jesús se reencontró con Joatán y Jerusa, sus adorados tíos de la granja de Sarid, a los que hacía años que no veía. También asistieron a la boda su tío Simón de Nazaret, con el que había tenido sus más y sus menos en el pasado, Cleofás, Mariah y sus hijos, que eran casi de la misma edad que Jesús, y Salomé, la tía soltera. Sólo faltaban sus tíos Juan y Marta. Pero acudió una buena representación de sus primos, muchos de cuales estaban casados y tenían hijos.
¡Cuánto habían cambiado las cosas esos últimos meses! Nadie quería recordar el altercado con los zelotes, que había supuesto un progresivo distanciamiento con la familia materna, tantos años atrás. La familia de María, muy próxima a los principios e ideales zelotes, no entendió muy bien algunas de las decisiones que Jesús tuvo que tomar durante su adolescencia.
Pero todo aquello se había vuelto agua pasada y olvidada. Ahora las noticias magnificadas de los hechos del bautismo resucitaban las antiguas leyendas familiares y todos se llenaban de interrogantes sobre Jesús. ¿Qué iba a hacer ahora su extraño sobrino? ¿Se anunciaría a sí mismo como el rey eterno? ¿Y qué prueba daría en ese caso de su autoridad?
☙ ❧
Pero por más que todos esperaban ansiosos que algo sobrenatural y sorprendente sucediera, nada hizo Jesús para satisfacer estas expectativas. La mañana transcurrió tranquila y relajada y no había ninguna indicación que hiciera suponer que Jesús fuera a obrar ninguna acción especial.
Felipe había hablado con sus amigos de su conversación con Jesús al alba, transmitiéndoles las ideas sobre sus planes inmediatos de trabajar en el mar de Galilea por un tiempo. Entonces llegaron a la conclusión de que Jesús no iba a realizar ningún portento aquel día, sino quizá más adelante, junto al mar.
Todos los preparativos para el banquete estuvieron listos a primera hora de la tarde, y se ofreció un ligero refrigerio a los invitados. El vino empezó a correr por las copas a raudales, traído en pequeñas jarras por los sirvientes. Jesús brindó a la salud de los novios, y la gente correspondió al brindis. «¡Lehaim! ¡Por la vida!».
La familia de Jesús, especialmente María[3] y Santiago, estaban impacientes de que ocurriera algo, y se acercaron a consultar con los apóstoles. Felipe comentó a Santiago la conversación que había tenido por la mañana con su hermano, y la conclusión a la que habían llegado.
Al oírlo, se sintieron defraudados. ¿Manifestarse más adelante? ¡Qué mejor momento que aquel, rodeado de tantos amigos y de tal multitud de gente, para proclamarse como el Mesías!
María y Santiago reunieron valor y se acercaron a Jesús, pidiéndole que se retirase aparte.
No sabían cómo decírselo. Les parecía tan estúpido hablarle así a Jesús… Pero María se lanzó:
—Hijo, nos tienes a todos en ascuas. ¿No querrás compartir con nosotros tu secreto?
Jesús chasqueó los labios contrariado. Imaginaba qué era lo que venían a decirle.
—¿Secreto, madre? ¿Qué secreto?
La madre intentó decirlo de forma dulce. Sabía que aquello nunca había sido del agrado de su hijo mayor.
—En qué hora y momento de la boda te manifestarás como «el sobrenatural».
Jesús miró hacia otro lado con gesto de fastidio, mientras negaba en señal de desaprobación.
—Si me amáis, deberíais estar dispuestos a aguadar mientras espero la voluntad de mi Padre que está en el cielo.
El tono de voz sonó especialmente duro, y la mirada de Jesús reflejaba un intenso enfado. Y dio media vuelta y se alejó.
María y Santiago se quedaron mudos y encogidos. Judá, viendo cómo se había marchado Jesús, se acercó para preguntar.
—¿Qué ha dicho?
Santiago movió negativamente la cabeza.
—Yo ya no entiendo nada.
María se sentó en un banco de piedra, hundiendo su rostro entre las manos.
—Tranquila, mamá. Él es el hijo de la promesa. Lo sabe. No debemos forzar su designio. Seguro que es sólo cuestión de tiempo…
La mujer agradeció el gesto de Judá. Los dos hijos se sentaron junto a la madre a cada lado. Pero María estaba entristecida sin límite. Aquello representaba para ella los anhelos de toda una vida.
—No puedo comprenderle. ¿Qué significa todo esto? ¿Es que no ha de acabar nunca su extraña conducta? —acertó a decir.
—Los dos oímos la «voz» en el Jordán, madre —aseguró Santiago—. Yo no tengo duda de que nuestro hermano es el «esperado».
☙ ❧
Jesús se sintió terriblemente desilusionado y apenado después de su desaire con su madre y su hermano. Se retiró del patio y se encerró en el dormitorio donde estaban alojados. Necesitaba pensar. Sabía que todo el mundo estaba esperando que realizara algún prodigio, algún acto para alegrar la sed de los curiosos y descubrir por fin su poder.
Pero eso es precisamente lo que había decidido no hacer durante su aislamiento en las colinas de Perea. Sabía que ese camino no conducía más que a la satisfacción de los falsos creyentes. Él deseaba llevar un nuevo mensaje revelador sobre el Padre y su universo, al margen de hechos asombrosos que pudieran desviar la atención.
☙ ❧
Durante una hora todos buscaron a Jesús, pero no apareció. Los invitados empezaban a llegar portando los báculos con las luminarias para la procesión. Jesús, desde el interior de la casa, empezó a oír el creciente griterío de los invitados y regresó al patio. La familia de Jesús suspiró de alivio al verle de nuevo. Ya no sabían qué decir a los que preguntaban por él…
El Maestro se mostró de nuevo distendido y alegre, conversando con el novio y sus amigos, quienes por fin se habían dejado ver. Jesús bromeaba con Johab sobre la chuppah[4] y los preparativos de la habitación nupcial. El novio, nervioso como estaba, agradeció los chistes de Jesús, solicitándole la amabilidad de dirigir la procesión hasta la casa de la novia. Todos los amigos aplaudieron la idea, de modo que el Maestro no pudo negarse.
Cuando se acercaba la media noche, el novio dio la señal oportuna y uno de los amigos, el que hacía de su asistente, partió de inmediato rumbo a la casa de la novia para dar el aviso. La oscuridad ya era cerrada en la jubilosa Caná, y todos los invitados prepararon las candelas llenándolas con un poco de aceite. Las aceiteras corrieron de un lado para otro para que nadie se quedara sin poder recargar su lucerna.
El regreso del amigo del novio marcaba el inicio de la ceremonia. Jesús prendió la primera llama y luego la fueron pasando de unos a otros hasta que toda la comitiva formó una luminosa alfombra centelleante. Los músicos hicieron sonar sus flautas y kinnors, las típicas arpas judías, y la procesión, dirigida por el Rabí, emprendió la marcha.
Siguiendo la costumbre, hicieron un largo recorrido por la ciudad (porque la novia vivía a corta distancia de Johab), invitando a cuantos se encontraban por la calle a unirse a la procesión. Finalmente, las indicaciones que daban a Jesús hicieron a la comitiva desembocar en el portalón de entrada a la casa de Elihú, el padre de la novia.
En la puerta esperaban las diez doncellas que debían recibir al novio, portando sus teas encendidas. Mientras los invitados esperaban fuera, las muchachas escoltaron al novio al interior. Poco después, salía Noemí, con el rostro cubierto por un velo, tocada con una corona de flores, y lujosamente engalanada con un gran broche. Elihú hizo los honores, acercando la mano de su hija a la de Johab. El chazán[5] de Caná, entonces, dirigió unas breves palabras a los novios y siguiendo la costumbre, les hizo prometer que se respetarían y se amarían hasta la muerte conforme a la ley de Moisés. Después los novios se intercambiaron regalos, y la novia dio tres vueltas alrededor del novio mientras pronunciaba bendiciones sacadas del libro de Tobías. Finalmente, el chazán pronunció lo que todos esperaban oír:
—Ya son marido y mujer.
Toda la multitud vitoreó a los nuevos casados mientras agitaban sus hojas de palma y formaban un pasillo con granos de cereal desperdigados por el suelo. La música volvió a sonar, y la procesión, esta vez encabezada por la pareja, regresó en alegre algarabía rumbo a la casa del novio.
Allí les recibió un solícito grupo de sirvientes, que se encargaron de distribuir a todos los invitados en torno a la larguísima mesa que se había dispuesto en el patio, o bien en los precintos de la explanada.
Los recién casados desaparecieron en el interior de la vivienda, escoltados por sus asistentes personales, para permanecer a solas en la cheder. Mientras tanto, todos los comensales fueron tomando posiciones en torno a la mesa del banquete. Para distraer el hambre de una hora tan tardía, los criados repartieron vino y un ligero tentempié. Había que esperar. No se podía empezar el banquete sin los novios.
Los comentarios de las conversaciones, inevitablemente, volvieron a recaer en Jesús. Todos cuchicheaban entre sí sobre el esperado gesto mesiánico que no acababa de producirse. Entonces alguien hizo correr el rumor de que el distinguido carpintero y constructor de barcas, anunciado por Juan como el Libertador, realizaría su manifestación de poder durante la cena.
Cuando Andrés trajo a oídos de Jesús este comentario, el Maestro, molesto, se llevó aparte a los seis discípulos.
—Si os preguntan sobre mí, manteneos al margen de estas presiones. Debéis desechar la idea de que la buena noticia del reino ha de proclamarse por medio de prodigios y obras milagrosas. No hemos venido a este lugar para obrar milagros para la gratificación de los curiosos o para convencer a los incrédulos. Estamos aquí para esperar la voluntad de nuestro Padre que está en el cielo.
María y los hermanos de Jesús, al escuchar el falso rumor, recobraron el buen ánimo imaginando que quizá Jesús había recapacitado. Y al ver a Jesús hablando en privado con sus discípulos, se persuadieron por completo de que algo extraordinario estaba a punto de suceder.
Finalmente, la tensión del ambiente se relajó un poco cuando uno de los amigos del novio salió de la casa, anunciando la feliz noticia de que los novios ya habían cohabitado y la virginidad de la novia había sido probada. Todos los invitados se regocijaron con el anuncio, que marcaba por fin el inicio de la cena. Salieron los recién casados cubiertos con sus coronas florales. Noemí ya no portaba el velo, y todos se disputaban el beso de felicitación con la guapa esposa.
La cena duró una larga hora en la que se sirvieron diferentes carnes y pescados y mucha ensalada, todo rociado generosamente con vino de la región. Jesús tomó asiento cerca de su familia, pero se mantuvo parco en palabras. Sólo con una tercera copa de vino empezó a conversar alegremente con Natanael.
Los postres fueron la admiración de todos los comensales: melones rellenos de leche cuajada con pasas, bandejas de frutos carnosos y secos envueltos en una suave crema de huevo, barquillos con sabores a canela y a menta, tortas rellenas de compota, y dátiles en abundancia regados con una deliciosa salsa de granada.
Pocos lo apreciaron, pero durante los postres, un sirviente se acercó al padre del novio y le comentó algo al oído que le dejó muy preocupado. ¿Qué ocurría?
María fue la primera en enterarse. Acabada la cena, todo el mundo continuó la fiesta cantando y festejando en el jardín. Sara, la madre del novio, se acercó a la madre de Jesús y le comentó con preocupación que la provisión de vino estaba exhausta. Habían previsto la tercera parte de los invitados que finalmente se habían presentado en la boda, y ya se había acabado toda la provisión para los próximos días.
—Va a resultar vergonzoso, pero tendremos que pedir a los invitados que vuelvan a sus casas.
En cierto modo, la culpa de todo lo tenía la gran expectación que había causado la presencia de Jesús en la boda. Por eso, María sintió el problema como propio, y sin pensar, se decidió a ayudar a su primo Natán.
—Tranquila. Eso no resultará necesario. Hablaré con mi hijo. Él sabrá qué hacer.
Jesús, solitario, contemplaba a los amigos bailar y cantar, descansando en un rincón del jardín. Su madre se acercó con gesto serio.
—¿Ocurre algo, madre?
—Hijo mío, no tienen vino.
Jesús, con gesto cansado, comprendió al instante las intenciones de la madre.
—Mi buena mujer, ¿pero qué tengo yo que ver con eso? Pueden acudir a una bodega para llenar las cántaras.
—Ya… Pero, yo creo que tu hora ha llegado. ¿No podrías ayudarnos?
—Te vuelvo a decir que no estoy aquí para hacer las cosas de esa manera. ¿Por qué me entristeces con estos asuntos?
La dureza de la voz de Jesús sorprendió a la madre, que no esperaba tan enconada resistencia de su hijo. María se sentó en el banco cercano y unas finas lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. Entonces miró a su hijo con los ojos enrojecidos y con voz temblorosa le suplicó:
—Hijo mío. Ya les he prometido que tú nos ayudarías. Por favor, ¿no querrías hacerlo aunque sólo fuera por mí?
Pero el timbre de la voz de Jesús se endureció aún más:
—Mujer, ¿por qué tienes que hacer semejantes promesas? ¡Cuídate de no volverlas a hacer! Debemos en todas las cosas esperar la voluntad del Padre que está en el cielo.
Entonces María se quedó helada. Nunca antes había visto a su hijo tan cortante y despiadado en su respuesta. Cuando era más joven, ella siempre había acudido a él con sus problemas, desde que su padre muriese. Y él siempre había sido un hijo solícito, capaz de buscar solución aun de los mayores problemas. Hundió la cabeza entre las manos y se puso a llorar desconsoladamente. Miles de pensamientos atormentantes nublaban a María. ¿Acaso estaba loca? ¡Ella había oído al ángel! «El hijo de la promesa». Así se lo dijo. Pero, ¡qué lejos parecía su hijo de sus expectativas! ¿Por qué? ¿Quizás le había insistido demasiado en este tema? ¿Era un rechazo natural de Jesús ante tanta ansiedad maternal?
—Madre, por favor, no llores.
Jesús no soportaba verla de ese modo, y menos delante de todos los invitados. Aunque estaban en una zona resguardada, algunos amigos miraban de reojo, presos de la curiosidad.
—Madre…
Pero María ahora no hacía caso. Se había ocultado, hundida en su pena, con un llanto de profunda desesperación.
Entonces Jesús lo hizo. Y todo ocurrió sin que él se diera cuenta. Posó tiernamente su mano en la cabeza de su madre y le dijo:
—Basta, mamá María, basta. No llores, aunque mis palabras hayan sido un poco duras… ¿Es que no te he dicho muchas veces que he venido para hacer la voluntad de mi Padre del cielo? ¡Con cuánta alegría haría lo que me pides… si fuera la voluntad de mi Padre…!
Entonces Jesús lo percibió. Algo había sucedido en el mundo espiritual. Sin cambiar su percepción humana, pudo advertir claramente esa sensación. Como si miles de fuerzas de otra realidad hubieran inundado por unos segundos el jardín.
María percibió el silencio de Jesús y se calmó, intrigada. Le miró, con las mejillas lacrimosas, y sintió que algo estaba ocurriendo. Entonces, como un resorte, cambió la expresión de su rostro y se le iluminaron los ojos, saltando sobre el cuello de Jesús y propinándole dos sonoros besos.
Jesús no reaccionaba. ¿Qué había pasado? María se lanzó rauda hasta los criados, que estaban ocupados entregando jarras con agua para que los comensales realizaran el lavatorio de manos ritual de después de la cena, y les dijo:
—Dejad eso y haced lo que mi hijo os diga.
Pero la jubilosa María no se percató al principio. Uno de los criados, remolón, se había quedado junto a la tinaja de piedra de la que estaba sacando agua. Su desconcierto era total. El agua apareció en una de las jarras manchada con un ligero tono rosado. Pero, ¿qué pasaba? ¿Y ese olor? Un olor inconfundible había inundado la esquina donde habían colocado las seis cántaras con el agua de las abluciones.
—¡Es vino!
El criado dejó a los sirvientes que trabajaban junto a él alucinados. No hacía ni unos minutos que uno de ellos había llevado la noticia al padre del novio del agotamiento de la bodega. ¿De dónde había salido ese vino?
María les oyó discutir y se acercó, intrigada, olvidando por un segundo a los sirvientes que había reclamado y a Jesús. ¡Vino!
Uno de los sirvientes tomó una copa de cristal, lo probó, y sorprendido por el gusto, continuó con el resto de tinajas. Las seis estaban ahora rebosantes de un vino rosado pulcrísimo, sin impureza alguna, y de color cereza prístino y brillante.
María, sin salir de su asombro, empezó a dar palmadas de alegría, mirando a su hijo con profunda admiración. Pero Jesús se acercó más desconcertado incluso que su madre. No entendía qué…
Entonces recordó. Ahora comprendió las palabras de su Monitor de Misterio, a quien vió por primera vez en las colinas de Perea. «Si tus naturalezas unidas abrigan en algún momento un deseo que signifique una modificación temporal, estos mandatos de tu elección serán ejecutados al instante». Se había propuesto no realizar milagros para la satisfacción de los curiosos, pero no había forma de evitar su poder creador ante sus deseos más sinceros, si éstos llevaban el beneplácito del Padre.
Aún ninguno de los invitados se había percatado de la importancia del acontecimiento que estaba sucediendo en aquel extremo del jardín. Uno de los criados llevó una jarra de vino al padrino, que hacía de «maestro de ceremonias», para que diera su opinión sobre el sorprendente caldo.
Cuando el padrino, sin saber de dónde habían sacado el vino, lo probó, se quedó impresionado. Y sin mediar palabra, se acercó al novio y le dijo:
—Es costumbre servir el buen vino primero, para que cuando los huéspedes hayan bebido, se ofrezca después el fruto inferior de la vid. Pero te felicito. Tú has hecho bien. Has guardado el mejor vino para la culminación de la fiesta.
El novio, que conocía el asunto de la carencia de bebida, se quedó estupefacto. ¿Vino? ¿Qué vino? Entonces su protector le dio a probar de su copa. En ese momento, un rumor empezó a extenderse por todo el jardín desde la zona de los lavatorios.
—¡Milagro! ¡Ha sido un milagro!
La gente fue formando un corro de enfervorizada expectación. «¿Qué ocurría?». La madre de Jesús, fuera de sí, relataba lo sucedido con la voz entrecortada por la emoción. Los discípulos, que habían permanecido ajenos a la discusión del Maestro con su madre, probaron el vino tratando de confirmar sus dudas. Los hermanos de Jesús pidieron calma a su madre, que estaba eufórica.
Pero aunque todos buscaban a Jesús con la mirada, el Rabí se había apartado en un rincón solitario, tras unas lonas, en una zona que hacía las veces de despensa, a meditar. Sus pensamientos estaban lejos de allí, en otra realidad, y en otro ser transcendental: su Padre.
Respecto a las costumbres de la bodas en tiempos de Jesús, se ofrece un resumen en el artículo «Una típica boda judía». ↩︎
El cheder, en las bodas judías, era la habitación nupcial donde los novios, tras la ceremonia, eran conducidos por unos amigos para consumar el matrimonio. ↩︎
Hay que resaltar aquí el personaje de María, la madre de Jesús. El relato del evangelio de Juan (Jn 2:1-12) no deja claro qué tipo de conversación tienen Jesús y su madre durante esta boda. Por mucho tiempo se ha quitado importancia a ese aparente reproche que lanza Jesús a María en el evangelio. El Libro de Urantia explica de forma extensa y detallada a lo largo de toda su cuarta parte que María es un personaje que ha sido distorsionado y manipulado por los cristianos hasta quedar reducido a una figura de culto. Pero todo rastro de humanidad (y por tanto toda debilidad y equivocaciones humanas) han sido borradas y eliminadas de la persona de María. Como vemos esta novela se aleja por completo de esta visión, y se muestra a María en toda su humanidad perdida, cometiendo frecuentes torpezas en su trato con Jesús y poniendo a su hijo incluso en peligro en algunas ocasiones. ↩︎
La chuppah, en las bodas judías, era el lecho nupcial que se encontraba preparado dentro de la cheder, la habitación nupcial. ↩︎
El chazán (también hazán) era uno de los asistentes de la sinagoga, que se encargaba del toque de trompeta, de preparar las escrituras y de enseñar a los niños. ↩︎