© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Jesús vió alejarse a su hermano en la noche cerrada mientras permanecía de pie, junto a la orilla, que golpeaba rítmicamente con sus olas. Hacía mucho frío y el Maestro regresó al interior, cogiendo uno de los mantos de lana gruesa que quedaban en el patio. Luego salió fuera, a la playa, y se alejó unos metros de la casa, acercándose al astillero.
Se sentó al resguardo de unas barcazas que permanecían varadas junto al agua. La noche aparecía encapotada, oscura en la distancia del lago. Unas tenues luces marcaban en el sur el final del mar, y más allá la espesura negra de la noche se extendía sin fin.
Jesús se sentía extrañamente dubitativo. Se había dado cuenta de que se enfrentaba a su primer gran dilema. ¿Cómo iba a hacer entender al mundo cuál era su misión en la Tierra, si sus primeros discípulos ya encontraban difíciles sus palabras? Se había decidido por completo en contra de presentarse ante el mundo como el Mesías, como un ser sobrenatural que satisfaciera las ansias de grandeza de sus compatriotas. Pero fácilmente podía ver que ni siquiera sus seguidores iban a aceptarle de otra forma que no fuera como la culminación de todas sus esperanzas mesiánicas.
Esta noche Jesús profundizó usando toda su capacidad humana de pensamiento, así como toda su profundidad mental superior y su poder de previsión sobre el futuro. Él había leído muchas veces los textos de las escrituras en los que se hablaba del Mesías. Jesús comprendía tanto como los mejores escribas de su tiempo. Había estudiado los libros de la Torah, y sabía discernir los diferentes sentidos con que se había utilizado libremente el vocablo «masiaj», es decir, mesías. Normalmente aparecía como un hombre especial, llamado para una misión divina, ya fuera sacerdote, profeta o enviado. Pero para algunos que leían los hechos históricos del profeta Samuel el Mesías representaba la promesa un reino davídico imperecedero. Jeremías y Ezequiel hablaban de un rey que traería la salvación eterna, pero otros profetas menores como Baruc hablaban de un reino provisional en espera de un futuro reinado divino. Jesús podía discernir de qué modo se mezclaban en las escrituras conceptos erróneos y verdaderos sobre su auténtica naturaleza de forma que resultaba muy difícil poder separar sólo los pasajes acertados. A veces un profeta como Zacarías proclamaba la verdad del pacificismo del Mesías en el mismo pasaje en que también se hablaba de guerra y destrucción en nombre de Yavé de los Ejércitos. Libros más modernos como un salterio en homenaje a Salomón también ahondaban en estas ideas de un rey implacable que aniquilaría a las naciones paganas y establecería a Israel como única autoridad mundial.
Muy pocos entendían el carácter novedoso de la profecía de Daniel, donde se hablaba de un ser divino con apariencia humana llamado el Hijo de Hombre. Jesús tenía una rara habilidad para detectar la verdad allí donde se presentara, y desde muy joven, al leer un libro atribuido a Henoc, en el que también se hablaba ampliamente de este Hijo de Hombre, había sentido descubrir entre sus páginas a la mejor de las profecías, la que más se acercaba a la realidad de su persona. Pero aun así, ninguna estaba exenta de presentar contenidos desviados.
Jesús pensó sin descanso en todas estas cosas durante toda la noche. Su cabeza bullía de lecturas, ideas, profecías, y revelaciones. Pero no imaginaba la forma de lograr que sus seguidores pudieran comprender la verdad sobre él. Deseaba no forzar sus mentes a la comprensión, sino construir sobre los cimientos de la fe y las esperanzas judías de sus hermanos de raza.
Finalmente, después de horas y horas de profunda reflexión, se dio cuenta de que sus paisanos judíos jamás aceptarían un enviado celestial que no satisfaciera sus ideas mesiánicas, sino todas, al menos la gran parte. Y él, en el fondo, era la realidad más verdadera de esta esperanza, que desgraciadamente había sido pervertida con el paso de los siglos. En el pasado, ciertamente, hubo visionarios que tuvieron la fortuna de conocer los secretos de su futura llegada a la Tierra. Aquellos hombres llenos de espíritu proclamaron su verdad como mejor supieron, y el tiempo y las desafortunadas interpretaciones habían causado la confusión.[1]
Finalmente, unos débiles rayos de sol iluminaron el yam. Entre los gruesos nubarrones, como las escaleras divinas veneradas por los egipcios, los rayos se posaron sobre las aguas, llenando de una esperanzadora belleza la mañana. Jesús sintió la presencia de su Padre junto a él, y confiado y con renovadas fuerzas, se incorporó. Había pasado toda la noche sentado, y sus muslos se resintieron. No sin precauciones estiró las piernas, haciendo volver los miembros en sí.
Entonces tomó su gran decisión. No volvería a desdecir nunca a quienes le atribuyeran conceptos mesiánicos. Él no iba a convertirse en el Mesías esperado. Pero tampoco negaría del todo poseer ciertos atributos verdaderos del personaje. Trataría de liberar las mentes de sus seguidores desde el conocimiento de su época. Y en todo cuanto ya no supiera qué hacer, se abandonaría en las manos del Padre, haciendo su Voluntad.
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Viernes, 1 de marzo de 26 (23 de adar de 3786)
Los seis discípulos y Judá, que había acudido a la casa de Zebedeo a desayunar con los apóstoles, formaban un grupo cabizbajo y melancólico esa mañana. Ninguno había dormido muy bien por la noche. Excepto Judá y Juan, todos sentían una extraña sensación de inseguridad revoloteando por sus cabezas. ¿Realmente seguían al maestro indicado? ¿Y si Jesús no era en realidad «el esperado»? ¿Y si Juan se equivocaba? Pero cuando más bajos se sumían sus ánimos, más afloraban con el recuerdo del suceso de Caná. ¡No, sólo él podía ser! ¿Quién podría hacer semejantes prodigios?
Jesús observó que el desayuno aparecía prácticamente sin tocar. Casi se alegró. Sentía un hambre voraz y se acercó al fuego, haciéndose con una torta de pan y una sabrosa peineta hecha a la brasa.
Sus amigos le miraban desconcertados, incapaces de entender la aparente tranquilidad de su ídolo. Por fin, Jesús les sacó de su expectación:
—Me encuentro confiado en las manos de mi Padre —les dijo—. Sé que él me otorgará un tiempo en esta tierra para hacer su Voluntad. Trabajaré por un tiempo, y después me iré. Pero estoy preocupado por vosotros. ¿Seréis capaces de mantener la luz de mi obra cuando yo me haya ido? ¿Aceptaréis este duro encargo que pongo sobre vuestros hombros?
Todos al unísono aceptaron con monosílabos.
—Amigos míos, ¡cuánto quisiera que así fuese! Sin embargo, qué bien sé yo que vuestras mentes se encuentran confusas con mis palabras. Buscáis conciliar vuestras tradiciones y creencias con mis pronunciamientos. Y estáis destinados a equivocaros si persistís en seguir observando mi revelación a través del cristal de la ley de Moisés y de los sabios. Debéis abrir vuestro corazón y mirar con unos nuevos ojos, liberados de toda condición.
Los flamantes apóstoles y Judá escuchaban estupefactos las declaraciones de su maestro, pero no podían entenderlo. También les dejó extrañados su contestación a la pregunta de Andrés sobre su actitud hacia Juan.
—No vamos a unirnos a los seguidores de Juan. Trabajaremos de forma independiente. Aceptaremos a todos los que quieran unirse a nosotros, pero no iremos en busca de los discípulos de Juan para atraerlos hacia nuestra causa. Sobre el mensaje de Juan, a partir de ahora aprenderéis una nueva enseñanza. Ya no predicaréis más el arrepentimiento de Juan, sino que conoceréis la verdad del amor del Padre y el poder de la fe viviente.
› Es la voluntad de mi Padre que nos quedemos por aquí durante una temporada. Vosotros habéis oído a Juan anunciar que había venido para proclamar el camino del reino. Por tanto, es mejor que por ahora nosotros aguardemos a que Juan termine su predicación. Cuando el precursor del Hijo de Hombre haya terminado su obra, entonces comenzaremos nosotros a proclamar la buena nueva del reino.
› Os convertiréis en mis heraldos si pasáis la prueba de la fe, sois pacientes, y os preparáis a conciencia para el llamado del Padre. Entonces os llamaré a cada uno, y os haré partícipes de una nueva familia grandiosa de hijos renacidos, la hermandad de los creyentes en el reino.
› Así que id ahora, volved cada uno a vuestras cosas habituales. Tú Andrés, y tú Pedro, id con vuestras redes, retomad el trabajo de la pesca. Y lo mismo vosotros, «truenos», volved a dirigir las cuadrillas de vuestro padre. Ahora Felipe podrá ayudaros. Y en cuanto a ti, Natanael, Zebedeo necesita alguien para ayudarle con la compra de suministros. Me ha sugerido que estaría encantado de ofrecerte empleo.
› No será mediante el abandono de nuestras exigencias cotidianas que proclamaremos la verdad del evangelio del reino. Será mediante el ejemplo edificante y la devoción a las pequeñas cosas que quienes os vean se sientan llamados a unirse a vosotros. Recordad, no vamos a ganar el mundo, sino a dejar que el mundo nos gane a nosotros, hasta a entregar la vida si hace falta.
Este capítulo ahonda en la reflexión que ya se viene haciendo a lo largo de la novela (basada en LU 137:5). Jesús repitió una y mil veces a sus seguidores que él no era el cumplimiento de la expectativa mesiánica. Lo dijo así de tajante porque sabía que el concepto de Mesías, en su época, estaba emponzoñado con ideas nacionalistas judías y con la sed de los curiosos de ver prodigios y asistir a espectáculos. El judío común de aquella época sólo entendía una cosa por la palabra Mesías: un caudillo militar con poderes sobrenaturales. A los discípulos de Jesús les cuadraba la segunda parte, pero no la primera. Jesús era un militante de la no violencia y de la paz. Evitó a toda costa los enfrentamientos con las autoridades. Y nunca portaba armas encima. Pero los seguidores de Jesús necesitaban que Jesús colmara sus expectativas. Así que se empeñaron una y otra vez en centrar su predicación en el hecho de que habían encontrado al Mesías prometido, y en afirmar que era Jesús. Hasta cierto punto era cierto; el concepto de Mesías, al menos en algunos grupos reducidos de judíos, era el de un enviado celestial para una misión espiritual. Pero eran los menos los que creían estas ideas. La idea general era de tipo subversiva y revolucionaria. Jesús tuvo que convivir con estas ideas y tradiciones judías, y por mucho que se empeñó en lo contrario, no consiguió eliminar estas visiones tergiversadas sobre su persona. ↩︎