© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
—¿Pero, maestro, y tú dónde irás?
Jesús había tomado a Judá consigo y se encaminaba hacia la salida.
—Nos veremos mañana en la sinagoga y por la tarde tendremos una charla. Mientras tanto estaré en el taller.
Y allí les dejó.
Se quedaron un tanto extrañados de la actitud de Jesús. No era esta la forma en que se habían imaginado su discipulado. Juan vivía de las limosnas y donaciones de los peregrinos, y mientras habían estado con él nunca les había faltado nada. Además, los Zebedeo eran gente de dinero. Ellos podrían sufragar parte de los gastos de la proclamación de Jesús. ¿Por qué entonces esta dilación? Todos se sentían plenamente preparados para salir a conquistar el mundo con su nuevo mensaje. La proclama estaba clara: habían encontrado al Salvador. Todo el mundo se uniría a ellos de inmediato…
Pasaron unas horas discutiendo sobre estos asuntos sin llegar a ninguna parte. Andrés trató de razonar que quizá Jesús estaba esperando alguna acción del Bautista, y que hasta que ese evento no se produjera, permanecería en espera, en la sombra, sin causar todavía ningún alboroto ni llamar la atención. Pero Pedro, Juan y Santiago ardían en deseos de comentar a todos la gran noticia. No entendían para qué tantas precauciones. Si era el Mesías, ¿qué podía temer?
Finalmente, concluyeron que era vano seguir discutiendo. Su maestro había decidido, y obedecerían fielmente sus órdenes. Natanael se presentó ante Zebedeo y le agradeció su hospitalidad y el ofrecimiento del empleo. De inmediato, el patrón le explicó la naturaleza de sus funciones y le hizo varios encargos que el de Caná se dispuso muy solícito a cumplir.
Andrés, Simón, Santiago, Juan y Felipe se dirigieron al muelle y organizando dos cuadrillas, tomaron dos barcas y salieron con las primeras brisas. Pasaron una buena parte de la mañana bregando contra el viento, algo huracanado, y llenando las redes todo lo que pudieron. Felipe dedicó parte de la mañana a reencontrarse con su mujer, Susana, en Betsaida y relatarle todo lo que le había sucedido esos días. Ella era una mujer decidida e impetuosa, y no dudó en unirse a la idea de su marido de seguir las enseñanzas del nuevo afamado rabí.
El día transcurrió lento y rutinario, más de lo que los discípulos deseaban. Terminaron su jornada con prisas, esperando volver a reunirse con su maestro. Habían sido un grupo pensativo y silencioso mientras faenaban en las barcas.
Durante todo el día, los rumores sobre los sucesos de Caná no dejaron de llegar a Cafarnaúm y el resto de aldeas vecinas del lago. Se convirtió en el comentario de todos los corrillos. La gente se quedaba admirada. ¿El constructor de barcas, el que trabaja en el taller de Zebedeo? Los transeúntes más osados llegaban a afirmar que ya se le consideraba el nuevo Mesías. Que incluso Juan, el que bautizaba, ya había hablado de él esos últimos días.
¿Nuevo Mesías? Los más allegados a la familia de Jesús no se extrañaban de estas afirmaciones, pero muchos de los vecinos de Nahum se quedaron asombrados e incrédulos. ¿Cómo, habían convivido con el Mesías todo ese tiempo sin saberlo? Todo el mundo quería ahora saberlo todo del extraño huésped de la casa de Zebedeo. ¿Pero quién era, de dónde venía, porqué se le consideraba rabí?
Los discípulos, atareados con la pesca, no se dieron cuenta del torbellino que se estaba formado en el poblado. Cuando acabó la jornada, sus compañeros del resto de cuadrillas se acercaron a preguntarles:
—¿Qué es eso que se cuenta de un milagro que ha hecho el rabí tekton? Dice mucha gente que es el nuevo esperado, y que Juan habla de él.
Pero los seis amigos fueron fieles a los consejos de Jesús y no revelaron nada de lo que sabían. Andrés dijo:
—Mañana hablará en la sinagoga. Preguntadle allí a él directamente.
Con los tres toques de trompeta que anunciaban el shabbath, los seis amigos recogieron sus redes y regresaron a casa de Zebedeo, pero se llevaron una nueva desilusión. Jesús se había retirado a dar un paseo a solas después de terminar en el astillero.
No le vieron en toda la cena. Las caras de la familia de Zebedeo reflejaban la curiosidad por conocer los asuntos que se traían los discípulos entre manos con Jesús. Pero con buen criterio, la familia prefirió la discreción, conversando de temas sin trascendencia, tratando de conocer algo más acerca de los nuevos amigos de Santiago y Juan.
A mitad de la cena apareció en la casa el hermano mayor de Jesús, Santiago. Al parecer, según les comentó, había regresado desde Caná con su madre y su hermana Ruth, imaginando que Jesús había regresado a Cafarnaúm. Por el camino se habían cruzado con el mensajero que Judá había enviado para avisar a la familia de que había localizado a su hermano junto al lago.
María es la que peor se había tomado la huida de Jesús de Caná. Se encontraba en un estado de profunda depresión y desencanto. No comprendía la actitud tan cambiante de su hijo, sobre todo después de comprobar con sus propios ojos el poder que era capaz de desplegar su primogénito.
Santiago comentó todo esto en privado a Zebedeo y a David, con quienes conversó aparte, a la vista de que los discípulos de su hermano se encontraban allí. Pero el viejo armador y su hijo no supieron cómo justificar la misteriosa conducta de Jesús. Procuraron tranquilizarle y pedirle que esperara a que volviera, pero el hermano prefirió esperar al día siguiente, en la sinagoga, para contactar con él.
—Precisamente íbamos a ir a casa de Jairo para pedirle el targum[1] de mañana para Jesús.
Al parecer Jesús ya había dado indicaciones a Zebedeo para que solicitara al archisinagogo hacer la lectura y la traducción de las escrituras y dirigir unas palabras a la congregación.
—Deja. Ya me encargo yo —se ofreció Santiago, mientras se despedía—. Nos vemos en la ha-keneset.
☙ ❧
Jesús llegó a casa después de la cena. Sus discípulos estaban en ascuas, conversando sobre los planes futuros en el patio trasero, el que daba a la playa. Todos se interrumpieron y recibieron con entusiasmo a su maestro. Pero él no se encontraba muy hablador. Tan sólo se interesó por el trabajo de cada uno, en particular de Natanael, y por la familia de Felipe. Pero no oyeron nada de lo que esperaban oír. Se informó de la visita de su hermano Santiago, y le comentaron que su madre y su hermano habían regresado de Caná. Jesús se quedó algo pensativo, pero tan sólo dijo:
—Ya es muy entrado el shabbath. Marchemos todos a descansar. Mañana empezará vuestra instrucción.
Todos se quedaron mirando. Sólo Pedro se atrevió a replicar:
—Pero, maestro, mañana estará todo el mundo reunido en la proseuché, la sinagoga. No deberíamos esperar, para que los rabinos no se inquieten…
Jesús ya se dirigía a su aposento, pero les miró, algo serio.
—Si el sábado sirve a la Torá, también ha de servir a las nuevas palabras bajadas del cielo. ¿Y desde cuándo eres tan temeroso?
Estaba mal visto por los rabinos y los sacerdotes utilizar el sábado con cualquier otro fin educativo que no fuera el instituido en la sinagoga. Si Jesús se proponía empezar una nueva enseñanza, debería pedir permiso al hazán de la sinagoga, pero aún así es seguro que no le dejarían hacerlo en sábado. En este día estaba prohibido todo trabajo.
Todos se encogieron de hombros. Estaba claro que no seguían a un maestro a la antigua usanza. Y ellos mismos, en el fondo, no estimaban mucho aquellas abusivas prohibiciones.
☙ ❧
Sábado, 2 de marzo de 26 (24 de adar de 3786)
Al día siguiente la «casa de reunión» se llenó a rebosar. Las noticias de que la nueva atracción de la ciudad iba a hablar en la sinagoga corrieron como la pólvora por la costa genesarena, de modo que incluso de Betsaida, de Magdala y de Corozaín, habían acudido en masa para conocer al nuevo enseñante. La palabra milagro se había propagado de forma explosiva, recorriendo los alrededores a gran velocidad. Decenas de vecinos se dirigieron al edificio esa mañana. Muchos seguidores de Juan Bautista que habían escuchado las declaraciones del profeta en favor de Jesús llevaban varios días esperando la aparición del supuesto Mesías.
Jesús había sido el primero en llegar, permaneciendo en silencio en el interior, y pensando. Poco después llegó el rector, Jairo, con el limosnero y el hazán. Charlaron amistosamente durante un rato. Jairo conocía bien a Jesús, y sentía cierta simpatía por él. Era uno de los pocos rectores de Galilea que no era sacerdote. Había pocos sacerdotes viviendo en Cafarnaúm, pero todos ellos formaban parte del arcontado de la ciudad.[2]
Jairo permitió a Jesús ofrecer los puestos de honor de las bancadas para ocho acompañantes. Imaginó que eran amigos suyos, y le alegró pensar que contaría con más lectores de las escrituras. Era una costumbre muy celebrada el que cada parte de la liturgia la realizara una persona distinta, pero casi siempre tenía que encargarse una única persona.
Los seis discípulos, que habían buscado infructuosamente a Jesús, aparecieron poco después con los dos hermanos de Jesús, Santiago y Judá. Todos se quedaron mudos de asombro cuando vieron que se les concedían los asientos de honor, cerca del asiento de la «cátedra de Moisés», y junto a los asientos de los ancianos.
Adam, el hazán, salió al exterior e hizo sonar fuertemente el toque de trompeta y la gente, presurosa, acudió a la sinagoga. Los que ya esperaban fuera entraron con prisa para hacerse con los mejores asientos. Cuando los ancianos ocuparon sus puestos, y vieron a quiénes se había concedido los puestos de honor junto a los suyos, se mostraron visiblemente contrariados, dirigiendo miradas furtivas a Jairo. Uno de ellos, Jetro, que ese año era el geroysiarches, el jefe de los ancianos de la sinagoga y máximo representante de la congregación, se acercó a Jairo y le comentó por lo bajo:
—Creo que no ha sido buena idea. Estas cosas no gustan en el gran sanedrín.
Pero Jairo tan sólo movió la palma de mano arriba y abajo pidiendo calma y tranquilidad, y apoyándola en los hombros de su camarada, buscó con la mirada algo de apoyo por su parte. El presbiteroi, haciendo una mueca de insatisfacción, dejó hacer a Jairo y se sentó en su puesto.
Jetro no mostraba mucha estima por Jesús. Le parecía un buen hombre pero no se congraciaba con la autoridad que le confería la gente. Él era rabino, instruido en las academias de Jerusalén, alumno destacado del gran Shammay, uno de los rabinos más emblemáticos de los últimos tiempos, que se distinguió por su celo por la Torá. Ya había sufrido algún que otro altercado menor con Jesús, pero no deseaba que los rumores de un milagro, que por supuesto consideraba falsos, provocaran un exceso de atención sobre su pacífica aldea.
María, la madre de Jesús, no quiso perderse los oficios. Ella y la hija pequeña pudieron volver a ver a su hijo y hermano desde detrás de la reja de la sección para mujeres. Fue breve, pero durante un fugaz segundo, las miradas de Jesús y de su madre se cruzaron.
La gente no cabía en el interior, de modo que muchos colocaban su oreja cerca de los ventanales, desde el exterior. Cuando todo el mundo ocupó su sitio, Jairo comenzó el ritual conduciendo las plegarias iniciales. Luego llegó el momento esperado. Se sentó, dejando el estrado a Jesús. Adam entregó al Maestro un voluminoso rollo envuelto cuidadosamente en un paño de lino. Jesús procedió a desenvolverlo lentamente.
El público estaba como sobre ascuas. Apenas si había leves tosidos y algún que otro carraspeo. Pero todos se mostraban expectantes, y con una sola idea en su cabeza: ¿se iba a proclamar este hombre como el nuevo Mesías?
Pero estaban destinados a sufrir una gran desilusión. Jesús empezó a leer un pasaje del profeta Isaías, traduciendo al arameo a la vez:
—«Así dice el Señor: ‘El cielo es mi trono, y la Tierra el estrado de mis pies. ¿Dónde está la casa que me habéis de edificar? ¿Y dónde el lugar de mi morada? Mi mano hizo todas estas cosas’, dice el Señor. ‘Pero miraré a este hombre, aun al que es pobre y de espíritu contrito, y que tiembla a mi palabra’. Oíd palabra del Señor, vosotros los que tembláis y teméis: ‘Vuestros hermanos os odiaron y os echaron fuera por causa de mi nombre’. Pero sea glorificado el Señor. Él aparecerá ante vosotros en alegría y todos los otros serán avergonzados».
—«Una voz de la ciudad, voz del templo, voz del Señor dice: ‘Antes que estuviese ella de parto, antes que le viniesen los dolores, dio a luz un hijo varón’. ¿Quién oyó cosa semejante? ¿Concebirá la Tierra en un día? ¿O puede una nación nacer de una vez? Pero así dice el Señor: 'Hé aquí que extenderé la paz como un río, y la gloria hasta de los gentiles será como un torrente que fluye. Como aquel a quien consuela su madre, así os consolaré yo a vosotros. Y aun en Jerusalén seréis consolados. Y cuando veáis estas cosas, se alegrará vuestro corazón».
Jesús terminó la lectura y todo el mundo pronunció una queda alabanza en voz baja. Después el Maestro enrolló el papiro, lo envolvió cuidadosamente en la funda de lino, y lo introdujo en su estuche o téche, devolviéndoselo al hazán, que lo llevó con reverencia hasta el arcón.
La gente estaba en vilo pendientes de cada movimiento de Jesús. Por fin, encaró de nuevo a sus vecinos, y observando con detenimiento los anhelantes rostros de los hombres allí congregados, tan sólo dijo:
—Debéis ser pacientes. Pronto veréis la gloria de Dios. Así será con todos los que aguarden a mi lado y aprendan a hacer la Voluntad de mi Padre que está en el cielo.
María, la madre, se sintió incómoda al oír la «familiar» expresión de Jesús Abuna di bishemaya[3], el Padre del cielo. Casi siempre solía utilizarla en privado, pero le molestaba la costumbre que había adquirido su hijo de usarla sin reparos en público. Normalmente a Dios no se le mencionaba sino mediante circunloquios, como el Santo, el Señor, o el Bendito. Y nunca se le llamaba «padre», porque eso colocaba a quien lo decía en una especial situación de filiación. En las creencias judías, los Hijos de Dios representaban a seres celestiales, no humanos, incluso por encima de los ángeles. ¿Es que Jesús se consideraba a sí mismo un Hijo Divino?
Sus vecinos ya estaban acostumbrados a estas rarezas de Jesús, pero lo que les dejó más extrañados fue la brevedad de Jesús, que retirándose del estrado, dio por concluida la charla.
Jairo se sorprendió de la concisión de su estimado amigo, y tratando de cortar los crecientes cuchicheos y ruidos de disgusto, se encaramó con solicitud a la béma, el estrado de los predicadores, continuando con desconcierto con el resto de la liturgia. Cuando finalmente acertó a pronunciar la bendición de despedida, la gente concluyó la celebración con un rápido amén.
Pero fue pronunciar la palabra, y lejos de marcharse a sus casas, la gente se agolpó aún más en torno a la sinagoga. En el interior, todo el mundo quería acercarse a saludar a Jesús y sus incipientes discípulos. Jesús contaba con un buen número de simpatizantes y amigos. Los habituales de las reuniones de los jueves, Jonás, Jesús, Santiago, Rubén, Jeobán y Ezequiel, fueron los más intrigados por sus palabras. Pero ninguno se atrevió a preguntarle por los sucesos de Caná. Jonás y otros huéspedes de la boda habían llegado el día antes, contando los detalles del portento, y poniendo a la población al corriente de los hechos del milagro.
Jesús, sin embargo, no quiso entrar a polemizar sobre el asunto, y se limitó a interesarse por las familias de todos ellos, departiendo amistosamente.
El targum era la traducción que un lector o varios hacían de las escrituras, en hebreo, al lenguaje común, el arameo, en la sinagoga. ↩︎
Sobre la liturgia del sábado en la sinagoga véase los artículos «La sinagoga judía» y «El culto del sábado». ↩︎
Abuna di bishemaya, «Padre nuestro del cielo», era la forma larga de designar Jesús a Dios, con la que comienza su oración más conocida. ↩︎