© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
La gente, que no quería marcharse sin escuchar algo más de boca de Jesús, tuvo que regresar a sus casas. Una fina lluvia empezó a caer ligeramente hasta convertirse en gruesos goterones de tormenta. Todo el mundo se marchó pensativo, comentando con desconcierto lo que habían oído.
Los discípulos casi se sintieron aliviados de volver a casa, en compañía de Zebedeo, David, y los dos hermanos de Jesús. María había pedido a Santiago que intercediese por ella ante Jesús para que fuera a visitarla ese día y poder hablar, pero Santiago le había explicado a su madre que los planes de Jesús eran otros. «Quizá por la noche», le había dicho Santiago, para mayor intranquilidad de su madre.
Jesús comió en casa de Zebedeo de forma frugal, y en cuanto terminaron, se llevó a los seis discípulos y a sus dos hermanos aparte. Permanecieron un rato en el patio trasero, a cobijo bajo unas lonas, y cuando amainó el agua, Jesús se levantó, pidiendo que le siguieran.
Todos se miraron desconcertados, pero salieron sin dudar tras él, camino de la playa. Cuando vieron que Jesús apartaba los postes que varaban una barca, Pedro se acercó y le dijo:
—La gente puede molestarse si nos ven hoy salir con la barca al mar.
Jesús sonrió:
—A partir de ahora, el sábado será el día de hacer las cosas importantes del reino.
Al oír lo de «reino», Pedro no vaciló en retirar también el resto de calzos y empujar con fuerza la barca hacia la orilla.
Remaron con fuerza, temerosos de ser vistos. Estaba terminantemente prohibido hacer cualquier trabajo el sábado, incluido el de remar por mar, que se consideraba lo mismo que viajar. Tan sólo estaba permitido desplazarse dos mil codos, o un kilómetro más o menos, a no ser que se utilizase el erub[1]. Y en el mar era fácil traspasar esa distancia.
Pero Jesús parecía divertido con su preocupación. Se adueñó del timón, y tarareaba una cancioncilla mientras avanzaban. Era una canción extraña, de una lengua extranjera, que un joven amigo le había enseñado tiempo atrás.
Cuando estuvieron a suficiente distancia de la costa como para no distinguirse en el horizonte, detuvieron la embarcación y echaron la piedra agujereada que hacía de ancla.
Todos se giraron, recogiendo los remos en el centro del bote, pendientes de su maestro.
☙ ❧
—¿Qué esperáis del reino venidero? ¿Creéis que cuando llegue dejará de ser necesario el trabajo? ¿Que la tierra producirá su fruto por sí sola? ¿Que los peces acudirán a las barcas y saltarán sobre ellas, sin que sea necesario el uso del herem?
› ¿Y qué se hará del sábado? ¿Serán todos los benditos de la Tierra elevados en inteligencia para conocer todos los misterios de las escrituras? ¿Suponéis que ya no será necesario leer la Torá en la sinagoga? ¿Que todo el mundo sabrá de estas cosas sin necesidad del estudio y del aprendizaje?
› ¿Acaso dejarán de existir los niños? ¿Es que ya no habrá nunca nada que aprender?
› ¿Y cómo llegará este reino a su cumplimiento? Por mucho tiempo se ha dicho que el reino llegará con gran poder y grandes manifestaciones divinas. Que el Todopoderoso cubrirá la faz de la Tierra llenándola de calamidades para destruir a los descreídos y perversos. Y que habrá terribles guerras entre las fuerzas del bien y del mal, hasta que los fieles, bajo la autoridad del Mesías, se hagan con la victoria.
› Pero bien podéis ver cómo estáis vosotros hoy aquí. En medio del mar, solos, escuchando mi palabra.
› ¿Dónde están las fuerzas armadas que yo he de reclutar? —Jesús extendió las manos abarcando con ellas el yam—. Yo sólo veo unos pocos peces y aquellas grullas que van de paso. No creo que fuera así como esperabais el comienzo del reino…
› ¿Y dónde está vuestra sabiduría? ¿Ha crecido vuestro conocimiento en estos pocos días de asociación conmigo? Ya veis que lo que os digo os resulta extraño. Aún incluso en este momento os cuesta entender…
Jesús pausó unos segundos. Todos esperaban ansiosos la respuesta a las preguntas que había ido formulando Jesús. Pero la explicación les dejó desorientados:
—Escuchad, escuchad lo que os digo. El reino ya ha llegado. Ya está entre vosotros. No debéis esperar más. Ya existe un rey gobernando este reino desde hace mucho tiempo. Porque mi Padre nunca os ha abandonado.
› Pero vosotros no estáis preparados para este reino. Aún debéis trabajar duramente para poder contaros entre los representantes de este Gobierno.[2]
Santiago Zebedeo no veía adónde quería llegar Jesús:
—¿Prepararnos?, pero, ¿cómo? ¿Qué hemos de hacer?
El Maestro fue rotundo:
—Continuar con vuestras cosas, con vuestro trabajo habitual, con vuestras familias, y aprender todo lo que podáis.
El mayor de los Zebedeo puso voz a los dubitativos rostros de los ocho amigos:
—Pero, si tenemos que ocuparnos de nuestras familias, ¿cuándo tendremos tiempo para la instrucción? No se pueden hacer tantas cosas.
—Ah, ¿no? Pues os aseguro que si no empleáis una vigilia[3] al menos cada día en estudiar la Torá y en profundizar en los profetas, no seréis admitidos como embajadores del reino. ¿Acaso creéis que ya lo sabéis todo? Debéis prepararos para el difícil trabajo que os espera.
› Por ahora, permaneceremos junto al lago hasta que el Padre me indique que es la hora de llamaros. Cada uno de vosotros debe regresar a su trabajo habitual, y guardar discreción, como si nada hubiera cambiado estos días. No le habléis a nadie sobre mí o sobre vuestra elección como mis discípulos. Recordad, mi reino no forma parte de los reinos de este mundo, y no vendrá con gran pompa y estruendo, sino que vendrá más bien como un profundo cambio en vuestro corazón y en el de los creyentes a los que atraigáis para unirse a vosotros en los concilios del reino.
› Ahora tan sólo sois mis amigos, pero confío en vosotros y os amo sin distinción; pronto os constituiré en mis asociados personales. Pero sed pacientes, y sed tiernos. Sed siempre obedientes a la voluntad del Padre. Preparaos para el llamado del reino.
› Pensáis que experimentaréis un gran gozo y honor por estar al servicio de mi Padre, pero yo os digo que debéis estar preparados para las dificultades, porque os advierto que será sólo mediante mucho sufrimiento y muchas tribulaciones que los creyentes entrarán en el reino. Pero para los que hayan entrado, su gozo será completo, y ya nada les detendrá, y serán llamados los benditos de toda la Tierra.
› Aun así, no abriguéis falsas esperanzas de grandeza; el mundo tropezará con mis palabras. Muy pocos comprenderán mi mensaje. Incluso vosotros, amigos míos, no percibís plenamente lo que estoy desplegando ante vuestras mentes confusas. No os equivoquéis; trabajaremos para una generación que está sedienta de signos. Demandarán que haga milagros para que demuestre que soy el enviado de mi Padre, y serán lentos en reconocer las credenciales de mi misión a través de la revelación del amor de mi Padre.
› Recordad, los milagros no son ninguna prueba de la santidad humana ni del beneplácito divino. Mucho hay en estos sucesos que aún no alcanzáis a comprender. Si los comprendierais, tal y como yo los veo, os daríais cuenta de que no están muy lejos de muchos otros sucesos inexplicables que ocurren de forma cotidiana en la naturaleza.
› El verdadero signo y la auténtica señal de que un ser humano ha alcanzado la grandeza de espíritu sólo residen en las muestras de amor que un ser conducido por la voluntad del Padre es capaz de desplegar hacia sus semejantes.
Muchas cosas como estas les refirió Jesús esa tarde, mientras dejaban que el oleaje llevara la barca a la deriva. Sus discípulos y sus hermanos le hicieron numerosas preguntas sobre la idea revolucionaria de Jesús sobre el reino. Y el Rabí les repetía una y otra vez, enfáticamente, que el reino era un poder espiritual, no un gobierno terrenal. Pero por más que se lo explicara, siempre tendían a ver el lado material de las cosas. «¿Pero qué implicaciones tendría esa fuerza espiritual en el destino de Israel?». «¿Terminaría siendo su nación el baluarte de todas las naciones?».
Sin embargo, algo empezaron a comprender. Comenzaban a vislumbrar porqué Jesús se negaba tan tozudamente a evitar las manifestaciones públicas. «Primero era necesario una purificación interior», pensaban. «Sólo así Dios volvería sus ojos hacia su pueblo. El reino, por tanto, aún iba a tardar un tiempo. No llegaría de súbito y de improviso. Iría madurando progresivamente en el corazón de los creyentes. Había que hacer un llamamiento a todo el pueblo judío. ¡Había que prepararse para proclamar la nueva noticia!».
Jesús les miraba con profunda simpatía y amor. Hablaba de cosas que escapaban a la imaginación del más sabio, pero procuraba no aturdirles con grandes revelaciones. En sus respuestas evitaba contradecir todas las ideas de sus amigos, por muy disparatadas que fueran. No convenía agobiar sus mentes haciéndoles ver que estaban muy lejos de la verdad. Por el momento, lo que Jesús pretendía era estimular sus intelectos y avivar su hambre de conocimiento.
Mientras les escuchaba, el gran hombre y Dios no podía disimular una sonrisa de satisfacción. Sabía que muchos de sus conceptos sobre él o sobre su destino estaban cuajados de ideas preconcebidas, y percibía claramente lo difícil que iba a resultar hacerles comprender sin forzar su capacidad de elección. Pero no dejó de responder a todas sus cuestiones sin vacilación, sin un segundo para la reflexión sobre la respuesta. Y tanto sus hermanos como los otros seis pupilos empezaron a percibir la profundidad del saber de Jesús, y hasta qué punto él tenía una atinada respuesta para todas las preguntas.
La tarde pasó rauda como el viento costero, y el maarabit, puntual, hizo cabecear con violencia la nave. Remaron de vuelta a casa sumidos en la penumbra de la noche, en silencio y pensativos, dejando aposentarse las muchas declaraciones sorprendentes de su nuevo rabí.
Cuando terminaron de dejar varada la barca, Jesús les pidió que se acercaran a su alrededor. Luego, bajando la cabeza hacia la arena mojada por el oleaje, oró diciendo:
—Padre mío, te doy gracias por estos pequeños hijos míos que, a pesar de sus dudas, ya han decidido creer. Para el bien de ellos me he reservado yo para hacer tu voluntad. Que aprendan ahora a ser uno, del mismo modo como tú y yo somos uno.
Después, solicitándoles que regresara cada uno a su casa con sus familias, se despidió de ellos, emplazándolos para el día siguiente por la noche en la casa de Zebedeo.
El erub era un método para permitir caminar más de lo estipulado en el sábado. Se dejaba el día antes unos víveres en un lugar intermedio a menos de la distancia permitida, sirviendo como residencia temporal intermedia, y permitiendo al judío piadoso trasladarse otra vez la distancia permitida desde allí. ↩︎
Junto al concepto erróneo del Mesías, otro concepto que Jesús trató de aclarar era el de «reino de Dios». Esta expresión muy típica judía, que equivalía a «la llegada del Mesías», significaba un gobierno y un reino mundial de esplendor y facilidades donde todo sería maravilloso, no habría que trabajar con esfuerzo, y la vida sería un mar de rosas. Aunque el mensaje de Jesús tenía algo que ver con el concepto del «reino de Dios», la realidad es que es algo bastante distinto. Incluso hoy en día los cristianos persisten en la idea del «reino de Dios», aunque ahora la han transformado en la idea de que significa «el pueblo cristiano».
A lo largo de esta novela, y siguiendo las enseñanzas de El Libro de Urantia, esta visión sobre el famoso «reino de Dios» se irá desmontando y clarificando. ↩︎
Las vigilias eran cada una de las cuatro divisiones de la noche para los romanos. ↩︎