© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Una de esas tardes, al finalizar el trabajo en el astillero, Jesús fue al encuentro de la cuadrilla de pescadores acompañado por Natanael. Las barcas regresaban a la costa, y Jesús les llamó desde la orilla:
—Muchachos, ¿habéis pescado algo?
Los discípulos identificaron de inmediato al Rabí. Por las bromas y las risas parecía que la jornada no se había dado mal.
—Sí, —contestó Pedro, que capitaneaba una de las embarcaciones—, a pesar de la espantada de Juan.
Al parecer el pequeño de los Zebedeo, quizá por su juventud, era el más inexperto de todos, y solían dejar recaer en él la mala fortuna.
Pero Jesús parecía impaciente:
—Vamos, descargad cuanto antes, que quiero volver con vosotros al mar.
Los discípulos se extrañaron, pues la redada no había sido mala, y no tenían necesidad de volver a echar las redes.
Pero no eran esas las intenciones de Jesús. El Maestro les dirigió esa noche una de las enseñanzas más interesantes de cuantas luego recordaron sus apóstoles. Cuando entregaron todo el pescado al contratista y estuvieron de nuevo navegando por las aguas anochecidas del lago, Jesús les explicó:[1]
—Vosotros bien sabéis cómo enseñan los escribas, que ocultan de las gentes sencillas los conocimientos profundos y presumen de ser los únicos en atesorar la sabiduría. Debéis saber que entre vosotros esto no será así. En el reino de mi Padre no existirá el privilegio del conocimiento. En el reino, todos conocerán la verdad y la verdad les hará libres de la esclavitud de los que les someten por la ignorancia.
› Debéis cuidaros de la influencia de los rabinos orgullosos. Desconfiad de quien os niega la enseñanza para evitar que ciertas verdades caigan en los oídos de los que no están preparados para entender.
› Cuando vosotros, hijos míos, seáis ordenados por mí como mis embajadores, tendréis mi plena confianza y saldréis a predicar el nuevo mensaje de esperanza de la fraternidad humana y la paternidad divina. Y a nadie excluiréis de estas ministraciones, otorgando tan libremente estas verdades como vosotros las estáis recibiendo. No se os otorgan estas revelaciones para que las atesoréis en vuestro corazón y las ocultéis de las gentes sencillas. No se enciende el aceite de la lámpara para después taparla con una olla, sino que se la coloca en la hornacina y de este modo alumbra a todos los que están en la estancia.
› Del mismo modo deberéis predicar a las gentes. Debéis entregar este regalo que os otorgo a todos cuantos os busquen con hambre de rectitud y sed de la verdad.
› Bien sabéis que los escribas buscan ser respetados y que el pueblo les admire por su gran pericia. Pero vosotros os comportaréis con humildad. Pensad que no sois los privilegiados de la Tierra por conocer los grandes misterios. En realidad, se entrega en vuestras manos una gran responsabilidad. ¿Sabréis hacer buen uso de ella?
Todos contestaron con movimientos afirmativos.
—No se os entrega este tesoro para que hagáis lo que aquel banquero sin perspectiva de futuro, que tuvo bajo su custodia un gran cofre cargado de riquezas sin que vieran nunca la luz, y cuando tuvo que hacer entrega a su dueño, le dijo: «Mira, aquí tienes todo, justo lo mismo que me entregaste». ¡Qué poca visión si vosotros hacéis lo mismo! ¿Acaso no os daréis cuenta que no puede haber estancamiento en los asuntos del reino? No digáis como los escribas: «El conocimiento es como una cisterna bien revocada». Porque cuando el agua se asienta por mucho tiempo finalmente se pudre. Sólo cuando el agua de la verdad corre por el cauce de la experiencia vital surgen nuevos manantiales que transportan a la vida eterna.
› Vosotros sed como mensajeros de buenas nuevas, que cuando llegan a la ciudad se suben sobre los torreones y gritan alto para que todos lo oigan. Y dejad que cada cual os escuche y entienda según su espíritu de entendimiento le haga discernir. No impongáis vuestras interpretaciones. Porque mirad, estarán tres en una casa, y en medio de ellos brillará la verdad, y sin embargo, estarán discutiendo dos entre sí y el otro contra los demás.
› Porque la verdad no es un jarrón que puede colocarse en la casa para que adorne la morada. No es una tablilla que se cuelga en un pared para que todos la vean. La verdad es un aliento que fluye con el tiempo y se alimenta de la creciente revelación de mi Padre. Y esta otorgación nunca se sabe dónde puede aparecer. ¿Acaso no habéis leído en las escrituras cómo la palabra llegó en ocasiones a hombres incultos, pobres y llenos de impureza? Y sin embargo se contaron entre los más importantes profetas de la Tierra.
› Tampoco sigáis todos los preceptos absurdos de los escribas. Ellos dicen: «El que saca algún lucro de las palabras de la Torá aleja su vida del mundo». Pero yo os digo: «El obrero tiene derecho a su sustento». Si por predicar mi mensaje os admiten en una casa, u os dan de comer, no hagáis como los soferim, los sabios y escribas, que se enorgullecen de rechazar el pago por su enseñanza. Ninguna de estas normas deberían ser preceptos universales, pues cada hombre tiene derecho a ganar su vida como pueda.
Andrés preguntó:
—Pero, Maestro, ¿quieres decir entonces que deberemos ganarnos la vida sólo con lo que el pueblo nos ofrezca por nuestra enseñanza?
—No, Andrés. No has comprendido bien. Os digo que no deberán existir normas fijas entre vosotros sobre cómo habrán de ganarse la vida los predicadores de nuestro mensaje. Porque a unos podrá parecer indigno recibir a cambio de la revelación de los misterios. Pero otros habrá que vean difícil mantener dos trabajos. Por eso os digo. No seáis como los escribas. No admitáis como preceptos divinos aquellas reglas de conducta que sólo provienen de los hombres.
Muchas más cosas les enseñó Jesús sobre los escribas a los discípulos esa noche. Ellos pudieron apreciar más claramente que su maestro estaba inaugurando una nueva autoridad rabínica que ya no se asentaría sobre los preceptos de los «doctores de la Ley». Estaban asombrados de la audacia de Jesús, y encandilados con la idea de que iban a conocer los grandes misterios que los grammateis, es decir, los escribas más «entendidos», sólo reservaban para unos pocos privilegiados.
La conversación sobre los escribas está basada en El Libro de Urantia (LU 137:7).
Conviene resaltar aquí la idea de Jesús acerca de cómo deben mantenerse los predicadores o el sacerdocio en general. En la época de Jesús, el sacerdocio se consideraba un estamento social con prerrogativas a captar ciertos impuestos o diezmos de los ciudadanos, pero tenían que trabajar. Con los diezmos, al menos los sacerdotes de baja alcurnia, no podían vivir. Sin embargo, el cristianismo posterior adoptó la idea de que el sacerdocio no debía sustentarse más que con los impuestos.
Lo que Jesús adolecía es que todas estas posturas se justificaran por un criterio divino. Los judíos creían que el diezmo a los sacerdotes era un mandato divino. Los cristianos perpetuaron la idea enseñando que Jesús y sus apóstoles no trabajaban, sino que eran mantenidos por los fieles. Nada más lejos de la realidad. Jesús utilizó todos los recursos que tuvo a mano para poder llevar a cabo sus predicaciones. Cuando lo necesitaba, se dedicó a trabajar, bien como carpintero en el astillero, o bien como pescador. Y nunca rechazó las generosas donaciones de los fieles, algo que los escribas, por ejemplo, consideraban pecaminoso. Siempre que la procedencia del dinero fuera honrada, Jesús no tuvo problema en aceptarlo para sus fines. Pero, ¡cuidado!, eso no quería decir que Jesús estuviera abogando por un discipulado separado del resto del pueblo y mantenido por él. Es muy dudoso que Jesús aprobara el modo actual de sufragarse los gastos de muchas iglesias cristianas de nuestro tiempo. ↩︎