© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Juan llegó a Adam a mediados del mes de marzo. Muchos de los creyentes que se habían ido en pos de Jesús, regresaron a Juan por esos días, contando al Bautista lo que les había dicho el Rabí. Pero el profeta no se sintió reanimado por estas declaraciones de su primo. Se había detenido en cada localidad del camino varios días, tratando de rehacerse. Sin embargo, una pena profunda se había instalado en su corazón y parecía que nada podía ya borrarla. Lo peor es que no deseaba confiarse en ninguno de sus íntimos, de modo que sobrellevó aquella depresión a solas y en silencio.
Sin embargo, a medida que pasaban los días, empezó a florecer en el corazón de Juan un resquemor, una idea llena de rabia. Llegó a pensar que Jesús no se decidía a dar el paso de su proclamación a causa de las iniquidades de los gobernantes y de la clase dirigente. Cuando había hablado a solas con él, justo después de regresar de las colinas (aunque Juan siempre pensó que se había marchado al sur, al desierto), algo le dijo Jesús que le dejó muy pensativo. El Maestro le había prevenido contra los poderes públicos, porque corría peligro su obra.
Cuanto más lo pensaba, más llegaba Juan al convencimiento de que el retraso en la aparición del Mesías sólo podía deberse a la iniquidad de los gobernantes. La hora del Ungido, pensaba, no llegaba porque el pueblo no actuaba unido. ¿De qué servía todo el arrepentimiento de la gente sencilla, si toda la nación vivía gobernada presa de la corrupción, la envidia, la lascivia y la impureza.
A partir de la segunda semana de marzo, Juan empezó cada vez más en sus discursos a criticar a la clase dirigente, especialmente a los sacerdotes y a los escribas. «¿Cuántos sacerdotes, cuántos escribas veis venir a bautizarse?», gritaba. «En su altanería y prepotencia se creen salvos por ser descendientes de las familias que el Señor escogió para el ministerio del templo. ¿Pero creéis que eso les salvará? ¡No! ¡Hasta las profundidades del Seol se hundirán ellos y toda su prole!».
Los discípulos se quedaron pasmados con la audacia de su maestro. Algunos saduceos que vivían en el campamento se marcharon visiblemente alterados hacia Jerusalén para dar cuenta en el sanedrín de los ataques del Bautista. Pocos días después, el gran consejo se reunió en la sala de las piedras labradas y llegó a la conclusión de que el Bautista no actuaba bajo el amparo de Dios, puesto que despreciaba a los ancianos de su pueblo. Se dictaminó que el bautismo de arrepentimiento de Juan no era un acto de contrición válido si no era confirmado por los sacerdotes mediante la correspondiente y oficial ofrenda sacrificial en el templo. Sin embargo, a pesar de una gran discusión, los saduceos no fueron capaces de sacar adelante otra propuesta: declarar impuro el lavatorio en el Jordán. El bautismo, según ellos, sólo se podía realizar en recintos sacralizados llamados miqvéhs o miqwaoth, unas pequeñas albercas que los judíos devotos tenían en sus casas para sus ritos de purificación. «El agua del Jordán podía estancarse y al no fluir hacer incurrir en impureza al bautizado», decían. Pero esta propuesta pareció de lo más desacertada. La plebe carecía de los costosos recursos como para disponer de miqvéhs en sus casas, por lo que tenían que usar estanques y arroyos para realizarlos. Muchos fariseos echaron abajo la idea.
Pero el mal ya estaba hecho. Juan era ahora un predicador marcado por la curia. Desde ese momento, los principales del pueblo no dejaron de predicar en la ciudad santa en contra del Bautista y de su mensaje, con el propósito de desprestigiar su influencia entre las gentes.
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Aquello, lejos de asustar al rudo pastor, lo confirmó más en sus sospechas. Los líderes estaban corrompidos hasta las entrañas. Sólo mediante una purificación integral de todo el pueblo se ablandaría el corazón del Mesías. Y se lanzó con más fuerza si cabe a una serie de descalificaciones y de críticas a los sumos sacerdotes y demás autoridades del pueblo.
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Entonces, a los pocos días, saltó el detonante. La chispa que encendió la indignación más profunda de Juan. Habían llegado al campamento los últimos rumores que circulaban entre el pueblo sobre los desmanes del tetrarca. Al parecer, había repudiado a su esposa, una nabatea con quien se había casado por conveniencia política, y se había casado con Herodías, la mujer de uno de sus hermanastros, un tal Herodes que a punto estuvo de ser rey.
Los judíos piadosos estaban irritados por esta súbita decisión del monarca. Aquello contravenía las leyes sobre las uniones lícitas que les había legado Moisés. Juan sintió de pronto ver confirmadas todas sus ideas de los últimos días. Aquello fue como un toque de trompeta, que le sacó de todas sus decaimientos.
Al día siguiente la gente esperaba oír su reacción, y no les defraudó. Con voz furiosa y atronadora proclamó a Antipas como «pérfido gobernante, inicuo y contumaz, amasijo de atrocidades y de perversiones».
—Así está escrito por el Señor: «No descubrirás la desnudez de la mujer de tu hermano, porque es como la desnudez de tu hermano. Es abominación para el Señor». Pero nuestro soberano no respeta las leyes de los ancianos. Vive rodeado del lujo de los señores seleúcidas, y se codea con los paganos y los pecadores del occidente. Festeja con frecuencia y derrocha sin medida los bienes que os arranca con sus abusivos impuestos. Construye ciudades en suelo sagrado profanando el descanso de nuestros padres, mezcla las ciudades de toda suerte de bárbaros e infieles, y nos crea enemigos donde nunca los hemos tenido.
› Pero el tiempo de la ira está próximo. Él cree que podrá seguir mucho tiempo así, como hizo su padre. No sabe que el fin está cerca, y su casa será devastada la primera. El castigo empezará en Jerusalén, y el fuego arrasará toda su iniquidad en primer lugar.
› Ah, ¡cuánto deseo que llegue el fuego purificador! ¡La llama que extinguirá para siempre a los poderosos y altaneros, y a los que creen que viven en el amparo del Señor! ¡Ellos serán los primeros! ¡Cuán grande será su sorpresa! Porque el Señor vendrá de súbito, y la mano de su Ungido recorrerá la Tierra en un sólo día. Habrá una mañana, una tarde, y al anochecer no quedará un sólo impío sobre la faz de la Tierra.
Los discípulos se quedaron estupefactos. Algunos se acercaron y solicitaron calma a su maestro. Sabían que Herodes tenía espías entre la muchedumbre. Aquello no hizo sino soliviantar aún más al profeta.
—A aquellos que trabajáis para el apóstata, id y decid a ese altanero de Antipas que podrá ocultar su pecado entre las paredes de sus palacios, pero que no se podrá ocultar de la mirada del Señor y de su ira venidera. Decidle que aún está a tiempo de arrepentirse de su abominación, entregando a la mujer de su hermano. Pero que si continúa por la senda de las tinieblas, sin duda que no habrá misericordia para él ni para nadie de su estirpe. Todos perecerán por su causa, y su casa será maldita por todas las edades.[1]
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La entrada en política de Juan no pudo resultar más atronadora. Ni que decir tiene que en breves días sus declaraciones llegaron a oídos de todo el pueblo judío, incluido Antipas. Sus infiltrados dieron buena cuenta de las palabras del «hombre del Jordán».
—Deberías matar a ese hombre inmediatamente.
Herodías, su nueva esposa, llevaba varios días con él en Maqueronte. El tetrarca se había trasladado hasta esta fortaleza en el sur para supervisar personalmente los refuerzos que había ordenado de sus defensas sureñas, en la frontera nabatea. Temía un inminente ataque del rey Aretas en cualquier momento. Su antigua mujer se había escapado a la casa de su padre como si conociera lo que iba a suceder, y Antipas temía ahora represalias.
—Cálmate, querida. No es más que el típico loco del desierto. Todos los meses tengo que vérmelas con varios de éstos. Es normal que el pueblo hable. Hemos transgredido su fastidiosa ley.
Herodes tenía una sonrisa maliciosa en la boca, y Herodías le correspondió con su risita inveterada. Antipas parecía feliz:
—Pero ha sido un placer transgredir la ley, la verdad.
Herodes acarició el cuello y la espalda de su bella esposa, y luego depositó un beso en su hombro derecho. Paseaban románticamente por los jardines de Maqueronte, con una espléndida vista de los wadis y las torrenteras circundantes.
Herodías se mostró encantada con las atenciones que recibía de Antipas, pero en su corazón algo empezaba a removerse inquieto:
—Sí, pero no me gusta ese hombre. Trae malos auspicios para nuestro casamiento. Deberías al menos azotarlo.
—Tranquila, mujer, dentro de dos meses te aseguro que te habrás olvidado de él.
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Pero Antipas se equivocaba por completo. Durante las semanas siguientes, Juan no dejó de arreciar con arengas contra Herodes, su pecado, y su nefasta administración del reino. Este cambio repentino del carácter de la predicación de Juan atrajo de nuevo a muchos fieles, que regresaron al campamento de tiendas para escuchar al profeta. La vasta mayoría del pueblo no podía soportar a Antipas, a quien consideraban un reyezuelo extranjero, por ser idumeo, como el padre, y por sus continuos aumentos fiscales para costearse su vida disipada.
Las dos últimas semanas de marzo, Antipas, como solía hacer cada año, subió a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Fue un desacierto. Porque su mujer y él pudieron comprobar el recelo y la antipatía que su unión habían causado. Este malestar general obligó al tetrarca a permanecer mucho del tiempo en el palacio real. Tan sólo acudió un día a visitar por cortesía al prefecto, Valerio Grato, a la fortaleza Antonia. Se decía que podía quedarle poco tiempo al prefecto en su cargo, y el tetrarca deseaba conocer la verdad de los rumores. Herodes, desde que su hermano Arquelao perdiera el control de su reino, no perdía la oportunidad de hacerse valedor ante el emperador para ocupar el puesto que actualmente ocupaba la prefectura romana. Y Herodías, mujer de gran ambición, le animaba a estas intrigas.
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Pasada la Pascua, Juan continuó su viaje rumbo al sur, hacia el vado del Jordán, cerca de Betania, donde meses atrás empezara su predicación. A medida que iban pasando las semanas, se había ido animando, dejando atrás el silencio de Jesús y su decepción. Su arenga contra el poder establecido le había traído nuevos bríos con los que hacer frente a la desilusión. Algo le decía que de seguir así, pronto Jesús reaccionaría de algún modo. En cierta forma, deseaba un ataque de los dirigentes de la nación. Pensaba que de este modo desataría por fin la indignación de su primo, y que Jesús acudiría a su rescate.
Pero a pesar de su nuevo optimismo, nada milagroso volvió a suceder. Los días pasaron raudos, y Jesús seguía tranquilo y pausado haciendo su obra privada en Cafarnaúm. Y de vez en cuando, volvía la misma atormentadora pregunta a la cabeza de Juan: ¿era o no Jesús el Esperado?
Estas invectivas de Juan contra Herodes están recogidas en los evangelios y han sido usadas con profusión en la literatura y el cine acerca de Jesús y de Juan Bautista. Aquí se sigue un poco esa descripción, que aparece igualmente corroborada en El Libro de Urantia. Para ampliar el relato, léase los artículos «Herodes Antipas» y «Maqueronte», sobre el tetrarca y sobre su fortaleza. ↩︎