1 Y un ángel del Señor apareció a José, y le dijo: Levántate, y toma a Jesús y a su madre, y huye a Egipto, porque Herodes busca al niño, para matarlo. Y, en efecto, no faltó quien fuese a informar al rey acerca de Jesús, declarándole que aún vivía.
2 Y José, levantándose precipitadamente, tomó al niño y a María, y partió como fugitivo para Ascogon, que se llamaba Ascalón, ciudad situada a orillas del mar, y de allí para Hebron, donde residieron ocultos, durante medio año. Uno y tres meses tenía Jesús, y ya andaba por sus pies. E iba con sus juguetes a echarse en el seno de su madre, y ésta, en un transporte de ternura, lo levantaba en sus brazos, le prodigaba sus caricias, y alababa a Dios, dándole gracias.
3 Pero, entonces, algunas personas de la ciudad fueron a prevenir a Herodes en estos términos: El niño Jesús vive, y se encuentra actualmente en Hebron. Y Herodes despachó un correo a los jefes de la ciudad, para ordenarles expresamente que se apoderasen de Jesús con astucia, y lo matasen. Cuando José y María supieron esto, se dispusieron a partir de Hebron e ir a Egipto Y, abandonando secretamente la ciudad como fugitivos, prosiguieron su ruta. Y recorrieron etapas numerosas y, en los sitios en que hacían alto, Jesús tomaba agua de las fuentes y les daba a beber. Finalmente, entraron en tierra egipcia, por la llanura de Tanís, y se dirigieron a una ciudad, llamada Polpai, donde habitaron seis meses. Y Jesús pasaba ya de los dos años.
4 Y, partidos de allí, llegaron, cerca de las fronteras de Egipto, a una ciudad que se llama Cairo, y moraron en un gran castillo de la residencia real, edificio cubierto, en un vasto espacio, por palacios y por fortalezas. Era un castillo magnífico, muy elevado, adornado espléndidamente y decorado con gran variedad, que Alejandro de Macedonia había levantado otrora, en los días de su mayor poder. Y allí permanecieron cuatro meses, hasta el momento en que el niño Jesús alcanzó la edad de dos años y cuatro meses.
5 Y Jesús salía al exterior, para pasearse con los niños y los párvulos, jugar con ellos y mezclarse en sus conversaciones. Y los llevaba a los sitios altos del castillo, a las lumbreras y a las ventanas, por donde pasaban los rayos del sol, y les preguntaba: ¿Quién de vosotros podría rodear con sus brazos un rayo de luz, y dejarse deslizar de aquí abajo, sin hacerse el menor daño? Y Jesús dijo: Mirad todos y ved. Y, abrazando los rayos del sol, formados por minúsculos polvillos, que, desde el amanecer, pasaban por las ventanas, descendió hasta el suelo, sin sufrir mal alguno. Viendo lo cual, los niños y las demás personas que estaban allí fueron a la ciudad a contar el prodigio realizado por Jesús. Y los que oyeron el relato de tamaño espectáculo, se admiraron con estupefacción. Mas José y María, al saberlo, tuvieron miedo y se alejaron de la ciudad, a causa del niño, para que nadie lo conociese. Y salieron furtivamente por la noche, llevando consigo a Jesús, y huyendo de aquellos lugares.
6 Y llegaron a la ciudad de Mesrin, donde se habíar congregado multitud de gentes, y que era una poblaciór muy grande y rodeada de altos muros. En el barrio poi donde penetraron en ella, se habían levantado estatuas mágicas. Cuando se pasaba por la primera puerta, se veía a cada lado una estatua mágica, que los reyes y los filósofos habían colocado en cada una de las puertas de la ciudad, para que suspendiese en admiración a todos los que entraban y salían. Y cuantas veces el enemigo amenazaba al país con un peligro o con un daño, todas aquellas estatuas lanzaban un mismo grito, que resonaba en la ciudad entera. Y los que oían la voz de las numerosas estatuas reconocían ese grito y comprendían que algo funesto iba a acontecer en el país. En la primera puerta del muro, se encontraban emplazadas dos águilas de hierro, con garras de cobre, un macho a la derecha, y otra hembra a la izquierda. En la segunda puerta, se veían animales de presa tallados en arcilla y en tierra cocida, a un lado un oso, al otro un león, y otras bestias feroces, representadas en piedra y en madera. En la tercera puerta, había un caballo de cobre y, sobre él, la estatua en cobre de un rey, que tenía en la mano un águila también de cobre.
7 Y, cuando Jesús franqueó la puerta, súbitamente todas las estatuas se pusieron a vociferar con estrépito y a coro. Y todas las demás estatuas inanimadas de los falsos dioses gritaban a porfía y los ídolos de los templos lanzaban alaridos, como si la ciudad entera se quebrantase en sus cimientos y como si, en medio de terrores y de espantos, la vida se hiciese imposible para los hombres. Y, en el mismo momento, en tanto que las águilas daban grandes chillidos, el león rugía, el caballo relinchaba, y el rey de cobre clamaba a gran voz: Escuchad, todos los que aquí estáis, y preveníos, porque un monarca, hijo del gran rey, se acerca a nuestra ciudad con un ejército numeroso.
8 Al oír esto, todo el pueblo, formado en batallones, corrió precipitadamente en armas hacia la muralla. Y miraron a todos lados y no vieron cosa alguna. Y, puestos a reflexionar, se dijeron con asombro: ¿Qué voz tan sonora es ésa que nos ha interpelado? ¿Quién ha visto que un hijo de rey haya entrado en nuestra ciudad? Entonces se diseminaron por todas partes, y no descubrieron nada, excepto que, en una casa, encontraron a José, María y Jesús. Y detuvieron a José poniéndolo en la mitad de la plaza pública, le preguntaron: ¿De qué nación eres, viejo, y de dónde has venido? José respondió: Soy de la tierra de Judea, y vengo de la ciudad de Jerusalén. Y ellos insistieron: Dinos la verdad. ¿Cuándo has llegado aquí?
9 José contestó: Hace tres días que he llegado. Y ellos interrogaron: Y, por la ruta que has seguido, ¿no has visto un príncipe, hijo de rey que avanzaba contra este pais con sus tropas? José repuso: No lo he visto. Ellos le dijeron: Pero ¿cómo has recorrido un camino tan largo y desprovisto de agua? José dijo: Unas veces iba yo solo, y otras seguía al niño y a su madre. Y la multitud le dijo: Comprendemos que eres un pobre anciano extranjero y un hombre seguro y fidedigno. Solamente quisiéramos informarnos, y saber lo cierto. No nos censures, porque hemos presenciado hoy un prodigio, que nos ha dejado en el mayor estupor. Y, habiendo hablado así, despidieron a José y se fueron.
10 Y sucedió que José, al llegar a otra ciudad de Egipto, se albergó cerca de un templo idolátrico, consagrado a Apolo, y permaneció allí varios días. Y uno de ellos, Jesús consideraba atentamente el palacio de los ídolos, que, por su altura y por su longitud, era como una ciudad pequeña.Y Jesús dijo a su madre: Respóndeme sobre lo que voy a preguntarte. María le dijo: Habla, hijo mío: ¿Qué quieres? Jesús dijo: ¿Qué es esta construcción tan elevada y cuya extensión es tan considerable? María dijo: Es el templo de los ídolos, dedicado al culto de los altares ilegítimos y a la imagen del falso dios Apolo. Jesús dijo: Voy a ver qué aspecto presenta y a qué se parece. María dijo: Si quieres ir a él, sé prudente, para que no te suceda ningún mal.
11 Y Jesús se dirigió por aquel lado y entró en el templo de los ídolos. Y lo miraba todo en derredor y consideraba el esplendor del edificio, lleno de dibujos y de relieves de una decoración variada. Y lo admiró mucho, y salió prontamente. De nuevo las estatuas mágicas de la ciudad se pusieron a aullar, como la primera vez, y exclamaron: ¡Escuchad todos los presentes! He aquí que el hijo del gran rey ha entrado en el templo de Apolo. Al oír esto, toda la población se lanzó, corriendo, hacia el sitio indicado. Y las gentes se interrogaban las unas a las otras, diciendo: ¿Qué voz ha lanzado ese grito que se nos ha dirigido? Y recorrieron la ciudad, y a nadie hallaron, sino sólo a Jesús. Y le preguntaron: Niño, ¿de quién eres hijo? Jesús respondió: Soy hijo de un viejo de cabellos blancos, pobre y extranjero en este país. ¿Qué me queréis? Y ellos lo dejaron ir, y pasaron.
12 Los ciudadanos se interrogaban unos a otros, diciéndose: ¿Qué significa este nuevo prodigio de que somos testigos? Oímos distintamente una voz que grita, y no comprendemos lo que anuncia. Es de temer que nos advenga súbitamente un desastre por donde menos sospechemos. Y, cuando aquellas gentes hubieron hablado así, toda la ciudad quedó perpleja y llena de inquietud. Cuanto a Jesús, marchó silenciosamente a su albergue, y cantó todo lo que había oído decir en la calle. Y María y José se sorprendieron y asombraron vivamente.
13 Y Jesús tenía entonces tres años y cuatro meses. Y, como el año nuevo se aproximase, celebróse un día de fiesta de Apolo. Toda la multitud se apretaba a las puertas del templo de los ídolos con numerosos dones y presentes para ofrecer en sacrificio a los grandes dioses animales y toda especie de cuadrúpedos. Y aderezaron una larga mesa cubierta de enseres, para comer y beber. Y toda la multitud del pueblo que había llegado, se mantenía a las puertas. Y los falsos sacerdotes celebraban la fiesta, para honrar al ídolo de Apolo. Y Jesús, habiendo sobrevenido, entró secretamente, y se sentó. Todos los sacerdotes estaban congregados y, con ellos, los servidores del templo.
14 Y las águilas y las bestias feroces, es decir, las estatuas de estos animales, cuando vieron a Jesús entrar en el templo de los ídolos, se pusieron de nuevo a gritar y clamaron: ¡Mirad todos! He aquí que el hijo del gran rey ha entrado en el templo de Apolo. Al oír estas palabras, toda la multitud que se encontraba allí, fue presa de turbación y de cólera. Y, precipitándose los unos sobre los otros, querían acuchillarse mutuamente. Y se preguntaban: ¿Qué haremos con ese viejo? Porque todos estos prodigios se han producido desde que llegó a nuestra ciudad. Y el niño ¿será por acaso un hijo de rey, que haya robado, y con el que haya huido a nuestro país? Ea, apoderémonos de él y matémoslo.
15 Y, en tanto que ellos se entregaban a estos pensamientos homicidas, Jesús continuaba sentado en el tempio de Apolo. Y consideraba atentamente aquella imagen incrustada en oro y en plata, por encima de la cual estaba escrito: Éste es Apolo, el dios creador del cielo y de la tierra, y el que ha dado vida a todo el género humano. Al ver esto, Jesús se indignó en su alma y, levantando los ojos al cielo, dijo: Padre, glorifica a tu hijo, para que tu hijo te glorifique. Y he aquí que una voz salió de los cielos, que decía: Lo he glorificado, y lo glorificaré de nuevo.
16 Y, en el mismo instante en que habló Jesús, el suelo tembló, y toda la armazón del templo se desplomó de arriba abajo. Y el ídoló de Apolo, los sacerdotes del santuario y los pontífices de los falsos dioses, quedaron sepultados en el interior del edificio, y perecieron. El resto de la población que se encontraba allí huyó de aquel lugar. Todos los ídolos y todos los altares de los demonios que había en la ciudad se abatieron en ruinas. Y todos los edificios religiosos y todas las estatuas mágicas que rodeaban la ciudad, imágenes inanimadas de hombres, de fieras y de animales, cayeron a tierra con gran destrozo. Entonces los demonios lanzaron un grito, y dijeron: Mirad todos, y compadeceos de nosotros, porque un niño muy pequeño nos ha destruido, con ser lo que somos, arruinando nuestra morada, exterminando a nuestros servidores, y haciéndolos perecer con mala muerte. Apoderaos, pues, de él y matadlo sin piedad.
17 Al oír esta queja y esta lamentación de los demonios, y al sonido de su grito, toda la multitud de las gentes de la ciudad se precipitó a una hacia el emplazamiento del templo arruinado y, con grandes manifestaciones de duelo, lloraba cada cual a sus difuntos. Y Jesús marchó en silencio a su casa y se sentó en un rincón. Y aquellas gentes, habiendo apresado a José, lo hicieron comparecer ante el tribunal, y le preguntaron: ¿Qué significa este desastre, que se ha anidado en nosotros, desde antes que nos refirieses lo que habías visto y oído en tu camino? Sin embargo, has callado esto, y nos lo has ocultado. Vamos, por tanto, a baceras perecer con mala muerte, a ti, a tu hijo, y a la mujer que te acompaña, puesto que, por tu traición, has provocado la pérdida de esta ciudad. Dinos dónde está tu hijo, y muéstranoslo, para que veamos al que ha destruido a nuestros dioses, anonadado a los ministros de nuestro culto, enterrado a nuestros sacerdotes bajo los escombros del templo, y causado tantas muertes prematuras. Y no escaparás de nuestras manos sino después de que nos hayas devuelto a nuestros parientes y a nuestros prójimos.
18 Y proferían muchas otras invectivas de este género contra él. Empero María cayó a los pies de Jesús y, llorando, lo invocaba, y decía: Jesús, hijo mío, escucha a tu sierva. No te irrites así contra nosottos, y no amotines a esta ciudad, no sea que, por odio, nos detengan y nos hagan perecer con mala muerte. Jesús repuso: ¡Oh madre mía!, no sabes lo que dices. Todas las tropas del ejército celestial de los espíritu angélicos tiemblan y se estremecen de temor ante el glorioso poder de mi divinidad, que ha concedido el don de la vida a todos los seres animados. Y él, Sadaiel mi enemigo y el de mis criaturas, hechas a mi imagen y semejanza, osa, a mi ejemplo, tomar el nombre de Dios y recibir el culto y las adoraciones del género humano.
19 Y María suplicó a Jesús: Hijo mío, aunque sea verdad lo que dices, te ruego que me escuches y que, por la intercesión de tu madre y sierva, resucites a esos muertos, cuya pérdida has producido. Y todos los que vean el milagro que hagas creerán en tu nombre. Porque bien sabes los numerosos tormentos con que afligen a ese viejo, que han detenido por causa tuya. Y Jesús respondió: Madre mía, no me aflijas de tal modo, porque aún no ha venido para mí la hora de hacer eso. Pero María insistió: De nuevo te ruego que me escuches, hijo mío. Considera nuestra angustia y nuestra situación, puesto que, por causa tuya, emigrados y desterrados, erramos, como desconocidos por país extranjero. Y Jesús dijo: Por consideración a tu plegaria, haré lo que me pides, a fin de que esas gentes reconozcan que soy hijo de Dios.
20 Y, luego que hubo hablado así. Jesús se levantó, y atravesó por entre la multitud del pueblo. Y, cuando los concurrentes vieron a aquel niño de tan tierna edad, pues sólo tenía tres años y cuatro meses, se dijeron los unos a los otros: ¿Es éste el que ha derribado el templo de los ídolos, y hecho pedazos la estatua de Apolo? Algunos contestaron: este es. Y, al oír tal, todos admiraron, con estupor, la obra prodigiosa que había cumplido. Y lo miraron fijamente, preguntándose: ¿Qué va a hacer? Y Jesús, nuevamente indignado en su alma, avanzó por encima de los cadáveres y, tomando polvo del suelo, lo vertió sobre ellos, y clamó a gran voz: Yo os conmino a todos, sacerdotes, que yacéis aquí, heridos de muerte por el desastre que os ha anonadado, que os incorporéis en seguida, y que salgáis fuera.
21 Y en el mismo momento en que pronunciaba estas palabras, tembló de pronto el lugar en que se encontraban los difuntos. Y se levantó el polvo, haciendo remolinear las piedras, y cerca de ciento ochenta y dos personas se levantaron de entre los muertos y se irguieron sobre sus pies. Pero otros ministros y arciprestes de Apolo, en número de ciento nueve no se levantaron. Y el temor y el terror se apoderaron de todo el mundo y, poseídos de pánico, dijeron: este, y no Apolo, es el Dios del cielo y de la tierra, que da la vida a todo el género humano. Y todos los sacerdotes resucitados de entre los muertos fueron a prosternarse ante él, y confesaban sus faltas, y decían: Verdaderamente, éste es el hijo de Dios y el salvador del mundo, que ha venido a darnos la vida. Y el ruido de sus milagros se esparció por toda la región, y los que de él oían hablar, venían de lejos, en gran número, para verlo. Y, por razón de su cortísima edad, se asombraban más aún.
22 Después, toda la muchedumbre reunida cayó a los pies de Jesús, y le rogaron que resucitase también de los muertos a los que habían sido servidores del templo. Mas Jesús no quiso hacerlo. Y, llevando a José ante la multitud agrupada, imploraban, y decían: Perdónanos las faltas que hemos cometido contigo, y ruega a tu hijo que resucite a los muertos que estaban en el templo. Y José dijo: Hacedme gracia de esto, porque no puedo violentarlo. Mas, si él quiere obrar espontáneamente, cúmplase la voluntad del Señor, que tiene poder sobre toda cosa.
23 Y sobrevino un hombre de gran familia, que fue a prosternarse ante Jesús y José, diciendo: Os suplico que vengáis a la casa de vuestro siervo y, una vez entráis bajo mi techo, quedad allí el tiempo que os plazca. Y los llevó a su morada, y todo el pueblo de la ciudad iba a visitar a Jesús, y los servía de sus haciendas con mucha simpatía. Y los que estaban atormentados por espíritus inmundos, por los demonios o por sus enfermedades, se arrodillaban ante Jesús, y él los curaba. Y hubo gran alegría en aquella ciudad, y las gentes del país de los alrededores, al saber todo esto, glorificaban a Dios en voz alta.
24 Y José permaneció en aquella ciudad largo tiempo, en la mansión de un príncipe, que era de raza hebraica. Eléazar había por nombre y tenía un hijo, llamado Lázaro, y dos hijas, llamadas Marta y María. Y acogió a José y a los suyos con gran consideración y deferencia. Y José prolongó allí su estancia y cantó a Eléazar todos los tratos de que le habían hecho objeto los hijos de Israel: opresiones, persecuciones, vejaciones, y por remate, el destierro en que se veían. Y, al oír estas cosas, Eléazar se llenó de tristeza. José le dijo: Bendito seas, por habernos recibido de buena voluntad, habernos sustentado, y habernos hecho todo el bien posible, desde que aquí estamos. Eléazar dijo a José: Venerable anciano, establece tu residencia en esta localidad, y no dudes que más tarde encontrarás el reposo y el cesamiento de tu angustia.
25 Y, luego de haber hablado así, ambos se sintieron poseídos de una alegría serena y cordial. Y el príncipe reveló a su huésped: Yo también soy de la tierra de Judea y de la ciudad de Jerusalén. Y he sufrido muchas penas y muchas aflicciones, por obra de mis enemigos. Me he visto expoliado y privado de todos mis bienes, y, por miedo al impío Herodes, me he expatriado, y he venido a este lugar con mi familia y con mis compañeros. Hace quince años que me he fijado en esta ciudad, y no he sufrido violencia alguna de parte de sus moradores, antes al contrario, he encontrado simpatía, benevolencia y respeto. No temas a nadie, y establece tu estada en el sitio que te parezca mejor, hasta el momento en que el Señor te visite, y tome en cuenta tu múcha edad. Después, volverás a la tierra de Judea, y tu alma vivirá por la esperanza en el Señor.
26 Dichas estas palabras, guardaron silencio. Y la sagrada familia permaneció tres meses completos en aquella población. José y Eléazar se trataban como dos hermanos, unidos por una afección y una bondad recíprocas. Marta y María recibieron a la Virgen y al niño en su casa, con una caridad perfecta, como si no hubiesen tenido más que un corazón y un alma. Marta cuidaba especialmente de su hermano Lázaro, y María, que era de la misma edad que Jesús, acariciaba a éste, como si fuese su propio hermano.
27 Y Jesús, viendo todo lo que había sucedido, se indignó en su espíritu, y dijo a su madre: Mi espíritu está turbado por lo que he hecho en esta ciudad. Porque yo no quería manifestarme, para que nadie me conociese, y he aquí que escuché tus súplicas, y cumplí tu voluntad. Y la Virgen repuso: ¿Por qué me diriges ese reproche, hijo mío? En verdad, has ocasionado la ruina de los ídolos, y nos has librado a todos de la perdición y de la muerte, y esto es lo que yo te había rogado. En adelante, sea tu voluntad la que se cumpla, en cuanto dispongas o resuelvas hacer.
28 Y, a la noche siguiente, el ángel del Señor dijo a José, en una visión: Levántate, y toma a Jesús y a su madre, y vete a tierra de Israel, porque muertos son los que procuraban la muerte del niño. Y José, despertándose de su sueño, contó a María aquella visión, y ambos se regocijaron en gran manera. Pero, pocos días más tarde, oyendo que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá. Y, levantándose de noche, tomó a Jesús y a su madre, partió en dirección al sur, hacia el pie del monte Sinaí, por el desierto de Horeb, cerca del territorio donde, en otro tiempo el pueblo de Israel se había establecido y había morado.