Autor: Sir James Jeans, M. A., D. Sc., Sc. D., LL. D., F. R. S.
[p. 325] Hemos visto cómo la sustancia sólida del universo material se disuelve continuamente en radiación intangible. El sol pesaba ayer 360.000 millones de toneladas más que hoy, siendo la diferencia el peso de la emisión de 24 horas de radiación que ahora está viajando por el espacio y, en lo que respecta a la observación directa, está destinada a viajar por el espacio hasta el fin de los tiempos. La misma transformación de peso material en radiación está en progreso en todas las estrellas, y en menor grado en la Tierra, donde los átomos complejos como el uranio se están transformando continuamente en átomos más simples de plomo y helio, liberando radiación en el proceso. Pero frente a la pérdida diaria de peso del sol de 360.000 millones de toneladas, la tierra solo está perdiendo peso por esta causa a razón de unas noventa libras por día.
Procesos cíclicos. Es natural preguntarse si un estudio del universo como un todo revela estos procesos como parte solamente de un ciclo cerrado, de modo que el desperdicio que vemos en progreso en el sol y las estrellas y en la tierra se compensa en otra parte. Cuando nos paramos en las orillas de un río y observamos cómo su corriente siempre lleva agua al mar, sabemos que este agua se transforma a su debido tiempo en nubes y lluvia que llenan el río. ¿Es el universo físico un sistema cíclico similar, o más bien debería compararse con una corriente que, al no tener una fuente de reabastecimiento, debe dejar de fluir después de haberse agotado? [p. 326]
A esta pregunta, el amplio principio científico conocido como la segunda ley de la termodinámica proporciona una respuesta en términos muy generales. Si preguntamos cuál es la causa subyacente de toda la variada animación que vemos a nuestro alrededor en el mundo, la respuesta es, en todos los casos, la energía: la energía química del combustible que impulsa nuestros barcos, trenes y automóviles, o de los alimentos que mantiene vivos nuestros cuerpos y se utiliza en el esfuerzo muscular, la energía mecánica del movimiento de la tierra que es responsable de las alternancias de día y noche, de verano e invierno, de marea alta y marea baja, la energía térmica del sol que hace que nuestros cultivos crezcan y nos proporcionen viento y lluvia.
La primera ley de la termodinámica, que encarna el principio de «conservación de la energía», enseña que la energía es indestructible; puede cambiar de una forma a otra, pero su cantidad total permanece inalterada a través de todos estos cambios, de modo que la energía total del universo permanece siempre igual. Como la energía que es la causa de toda la vida del universo es indestructible, podría pensarse que esta vida podría continuar para siempre sin disminuir en cantidad.
Disponibilidad de energía. La segunda ley de la termodinámica descarta tal posibilidad. La energía es indestructible en cuanto a su cantidad, pero cambia continuamente de forma y, en términos generales, hay direcciones de cambio hacia arriba y hacia abajo. Es la historia habitual: el viaje hacia abajo es fácil, mientras que el de hacia arriba es difícil o imposible. Como consecuencia, pasa más energía en una dirección que en la otra. Por ejemplo, tanto la luz como el calor son [p. 327] formas de energía, y un millón de ergs de energía luminosa se pueden transformar en un millón de ergs de calor con la mayor facilidad; deja que la luz caiga sobre cualquier superficie fría y negra, y listo. Pero la transformación inversa es imposible; un millón de ergs que una vez asumieron la forma de calor, nunca más podrán asumir la forma de un millón de ergs de luz. Este es un ejemplo especial del principio general de que la energía radiativa siempre tiende a cambiar a una forma de longitud de onda más larga, no más corta. En general, por ejemplo, la fluorescencia aumenta la longitud de onda de la luz; cambia la luz azul en verde, amarilla o roja, pero no la luz roja en amarilla, verde o azul. Se conocen excepciones al principio general, pero son de tipo especial, admiten explicaciones especiales y no afectan al principio general.
Puede objetarse que el acto cotidiano de encender un fuego desmiente todo esto. ¿No se ha almacenado el calor del sol en el carbón que quemamos, y no podemos producir luz quemando carbón? La respuesta es que la radiación del sol es una mezcla de luz y calor y, de hecho, de radiación de todas las longitudes de onda. Lo que se almacena en el carbón es principalmente la luz del sol y otras radiaciones de longitud de onda aún más corta. Cuando quemamos carbón obtenemos algo de luz, pero no tanta como la que el sol ponía originalmente en el carbón; también obtenemos algo de calor, y esto es más que la cantidad de calor que se puso originalmente. En resumen, el resultado neto de toda la transacción es que cierta cantidad de luz se ha transformado en cierta cantidad de calor.
Todo esto muestra que debemos aprender a pensar en la energía, no solo en términos de cantidad, sino también en términos de calidad. Su cantidad total sigue siendo siempre la misma; esta es la primera ley de la termodinámica. Pero su [p. 328] calidad cambia, y tiende a cambiar siempre en la misma dirección. Se instalan torniquetes entre las distintas calidades de energía; el paso es fácil en una dirección, imposible en la otra. Una multitud humana puede ingeniárselas para encontrar una forma de dar la vuelta sin saltar los torniquetes, pero en la naturaleza no hay forma de evitarla; esta es la segunda ley de la termodinámica. La energía fluye siempre en la misma dirección, con tanta seguridad como el agua fluye cuesta abajo.
Parte del camino descendente consiste, como hemos visto, en la transición de la radiación de longitud de onda corta a la radiación de longitud de onda más larga. En términos de cuantos (p. 126), la transición es de unos pocos cuantos de alta energía a un gran número de cuantos de baja energía, permaneciendo, por supuesto, inalterada la cantidad total de energía. La caída de la energía consiste, pues, en la fragmentación de sus cuantos en unidades más pequeñas. Y una vez que se han producido la caída y la rotura, es tan imposible reconstituir los grandes cuantos originales como lo fue volver a colocar a Humpty-Dumpty [Tentetieso] en su pared.
Aunque esta es la parte principal del camino descendente, no lo es todo. La termodinámica enseña que todas las diferentes formas de energía tienen diferentes grados de «disponibilidad» y que el camino descendente es siempre de mayor a menor disponibilidad.
Y ahora podemos volver a la pregunta con la que comenzamos el presente capítulo: «¿Qué es lo que mantiene en marcha la variada vida del universo?» Nuestra respuesta original de «energía» se ve incompleta. La energía es sin duda esencial, pero la respuesta realmente completa es que es la transformación de la energía de una forma más disponible a una menos disponible; es la carrera cuesta abajo de la energía. Argumentar que la energía total del universo no puede disminuir, y por lo tanto [p. 329] el universo debe continuar para siempre, es como argumentar que como el peso de un reloj no puede disminuir, la manecilla del reloj debe dar vueltas y vueltas para siempre.
La energía no puede correr cuesta abajo para siempre y, como el peso de un reloj, debe tocar fondo al fin. Y así el universo no puede continuar para siempre; tarde o temprano debe llegar el momento en que su último ergs de energía haya alcanzado el peldaño más bajo en la escala de disponibilidad descendente, y en ese momento debe cesar la vida activa del universo. La energía sigue ahí, pero ha perdido toda capacidad de cambio; es tan poco capaz de hacer funcionar el universo como el agua de un estanque plano es capaz de hacer girar una rueda hidráulica. Nos quedamos con un universo muerto, aunque posiblemente cálido, una «muerte por calor».
Tal es la enseñanza de la termodinámica moderna. No hay razón para dudarlo o desafiarlo, y de hecho está tan plenamente confirmado por toda nuestra experiencia terrestre, que es difícil ver en qué punto podría estar abierto al ataque. Elimina de inmediato cualquier posibilidad de un universo cíclico en el que los eventos que vemos son como el vertido de agua de río en el mar, mientras que los eventos que no vemos devuelven esta agua al río. El agua del río puede dar vueltas y vueltas de esta manera, precisamente porque no es la totalidad del universo; algo extraño al ciclo del río lo mantiene continuamente en movimiento, a saber, el calor del sol. Pero el universo como un todo no puede dar vueltas y vueltas. Aparte de postular una acción continua desde fuera del universo, sea lo que sea que esto signifique, la energía del universo debe perder continuamente disponibilidad; un universo en el que la energía no tenía [p. 330] más disponibilidad para perder ya estaría muerta. El cambio puede ocurrir solo en una dirección, lo que conduce a la muerte por calor. Con los universos como con los mortales, la única vida posible es el progreso hacia la tumba.
Incluso el flujo del río hacia el mar, que seleccionamos como un ejemplo obvio de movimiento cíclico verdadero, parece ilustrar esto, tan pronto como se toman en cuenta todos los factores relevantes. A medida que el río se vierte hacia el mar sobre sus cataratas y cascadas, la caída de sus aguas genera calor, que finalmente pasa al espacio en forma de radiación de calor. Pero la energía que mantiene el flujo del río proviene en última instancia del sol en forma de luz principalmente; apaga la radiación del sol y el río pronto dejará de fluir. El río fluye únicamente transformando continuamente la energía de la luz en energía térmica, y tan pronto como el sol que se enfría deja de suministrar energía de suficiente disponibilidad, el flujo debe cesar.
Los mismos principios generales pueden aplicarse al universo astronómico. No hay duda en cuanto a la forma en que la energía fluye aquí. Primero se libera en el interior caliente de una estrella en forma de cuantos de longitud de onda extremadamente corta y energía excesivamente alta. A medida que esta energía radiante lucha por salir a la superficie de la estrella, se ajusta continuamente, a través de repetidas absorciones y reemisiones, a la temperatura de la parte de la estrella a través de la cual pasa. Como las longitudes de onda más largas se asocian con temperaturas más bajas (p. 140), la longitud de onda de la radiación se alarga continuamente; unos cuantos energéticos se están transformando en numerosos cuantos débiles. Una vez que están libres en el espacio, viajan sin cambios hasta que se encuentran con partículas de polvo, átomos perdidos, electrones libres o alguna otra forma de materia interestelar. [p. 331] Excepto en el caso altamente improbable de que esta materia esté a una temperatura más alta que la superficie de las estrellas, estos encuentros aumentan aún más la longitud de onda de la radiación, y el resultado final de innumerables encuentros es una radiación de muy gran longitud de onda. Los cuantos han aumentado enormemente en número, pero han pagado su aumento con la correspondiente disminución de la fuerza individual. Con toda probabilidad, los cuantos originales muy energéticos tenían su origen en la aniquilación de protones y electrones, por lo que el principal proceso del universo consiste en que la energía de altísima disponibilidad que se encuentra embotellada en electrones y protones se transforma en calor-energía en el nivel más bajo de disponibilidad.
Muchos, dando rienda suelta a su fantasía, han especulado que esta energía térmica de bajo nivel puede, a su debido tiempo, volver a formarse en nuevos electrones y protones. A medida que el universo existente se disuelve en radiación, su imaginación ve nuevos cielos y una nueva tierra surgiendo de las cenizas de lo antiguo. Pero la ciencia no puede dar apoyo a tales fantasías. Quizá también lo sea; es difícil ver qué ventaja podría derivarse de una eterna reiteración del mismo tema, o incluso de infinitas variaciones del mismo.
El estado final del universo se alcanzará, entonces, cuando todo átomo que sea capaz de aniquilarse haya sido aniquilado, y su energía se haya transformado en energía calorífica que deambule para siempre por el espacio, y cuando todo el peso de cualquier tipo que sea capaz de de ser transformado en radiación ha sido tan transformado.
Hemos mencionado la estimación de Hubble de que la materia se distribuye en el espacio a una tasa promedio de 1,5 x 10-31 gramos por centímetro cúbico. La aniquilación de un [p. 332] gramo de materia libera 9 x 1020 ergs de energía, de modo que la aniquilación de 1,5 x 10-31 gramos de materia libera 1,35 x 10^-10 ^ ergs de energía. De ello se deduce que la aniquilación total de toda la sustancia del universo existente sólo llenaría el espacio con energía a razón de 1,35 x 10-10 ergs por centímetro cúbico. Esta cantidad de energía solo es suficiente para elevar la temperatura del espacio desde el cero absoluto hasta una temperatura muy por debajo de la del aire líquido; solo elevaría la temperatura de la superficie terrestre en una 6000 parte de un grado centígrado. La razón por la que el efecto de aniquilar todo un universo es tan extraordinariamente leve es, por supuesto, que el espacio está extraordinariamente vacío de materia; tratar de calentar el espacio aniquilando toda la materia que hay en él es como tratar de calentar una habitación quemando una mota de polvo aquí y otra mota de polvo allá. En comparación con cualquier cantidad de radiación que probablemente se vierta en él, la capacidad del espacio es la de un pozo sin fondo. De hecho, en lo que respecta a la observación científica, es muy posible que la radiación de miles de universos muertos pueda estar ahora mismo vagando por el espacio sin que lo sospechemos.
Tal es el fin último de las cosas a las que, hasta donde la ciencia actual puede ver, el universo material debe llegar inevitablemente en alguna era lejana, a menos que el curso de la naturaleza cambie mientras tanto. Tratemos ahora de mirar hacia atrás, hacia los comienzos de las cosas.
A medida que avanzamos en el tiempo, el peso material se transforma continuamente en radiación. Por el contrario, a medida que retrocedemos en el tiempo, el peso material total del universo debe aumentar continuamente. Hemos visto cómo [p. 333] los pesos actuales de las estrellas son incompatibles con que hayan existido durante más de unos 5 o 10 millones de millones de años, y que necesitarían aproximadamente la totalidad de este enorme período para adquirir ciertos signos de la edad que revelan su disposición actual y sus movimientos.
Hemos visto que la fragmentación de las enormes nebulosas extragalácticas debe resultar en el nacimiento de estrellas, y hemos encontrado que la explicación más consistente del origen del sistema galáctico de estrellas es proporcionada por la suposición de que todo el sistema se originó a partir de la ruptura de una gran nebulosa única hace unos 5 a 10 millones de millones de años.
Hagamos una pausa por un momento para comparar esto con una hipótesis alternativa, que algunos astrónomos han favorecido, de que las estrellas se crean todo el tiempo. Según esta hipótesis, representamos a las estrellas pasando en un flujo constante e interminable desde la creación hasta la extinción, del mismo modo que los hombres pasan en un flujo constante e interminable desde la cuna hasta la tumba, una nueva generación siempre surgiendo para ocupar el lugar dejado vacante por el tiempo. antiguo. Desde este punto de vista, la estrella de Plaskett, con unas cien veces el peso del sol, debe ser una creación reciente, mientras que Kruger 60, con solo una fracción del peso del sol, sería muy, muy antigua, tal vez 100 millones de millones de años más antigua que La estrella de Plaskett.
En la actualidad, la observación directa no puede decidir definitivamente entre las dos hipótesis en conflicto, sino que frunce el ceño ante la vista del «flujo constante» de las estrellas. En una población estable, el número de personas en cualquier condición asignada es exactamente proporcional al tiempo que se tarda en pasar por esa condición. Supongamos, por ejemplo, que los seres humanos poseen dientes de leche durante una cuarta parte del tiempo que poseen dientes permanentes. Si [p. 334] el examen de los dientes de una población mostró que cuatro veces más tenían dientes adultos que dientes infantiles, esto crearía una expectativa prima facie de que estábamos tratando con una población estable. Si, por el contrario, se encontraran 100 veces más personas con dientes de adulto que con dientes de leche, debemos saber que no estamos tratando con una población constante. Si otra evidencia apuntara a que la población tiene aproximadamente la misma edad, deberíamos inclinarnos a aceptar esto y considerar el 1 por ciento de los casos de dientes infantiles como casos de desarrollo detenido.
No juzgamos las edades de las estrellas por sus dientes sino por sus pesos y luminosidades. Y se encuentra que las luminosidades de las estrellas no se ajustan a las leyes estadísticas que prevalecerían en una población constante de estrellas. Parece haber tantas estrellas de mediana edad y tan pocos infantes y veteranos como para hacer difícilmente defendible la hipótesis de una creación constante y continua. De hecho, hay pruebas bastante claras de una creación especial de estrellas aproximadamente en la época en que nació nuestro sol. Esto nos lleva nuevamente de forma bastante natural a la opinión de que el sistema galáctico nació de una nebulosa espiral cuya actividad principal como madre de estrellas ocurrió hace unos 5 a 10 millones de millones de años.
Existencia preestelar. En general, parece probable que debamos asignar edades de 5 a 10 millones de millones de años a la mayoría o todas las estrellas del sistema galáctico. Esto es lo más lejos que podemos retroceder en el tiempo con alguna plausibilidad razonable. Los átomos que ahora forman el sol y las estrellas sin duda deben haber tenido una existencia anterior como átomos de una nebulosa, pero no podemos decir por cuánto tiempo. Las temperaturas en los centros de las nebulosas espirales pueden ser, y con toda probabilidad lo son, tan altas que los átomos quedan despojados de electrones y tan protegidos [p. 335] de la aniquilación. De hecho, podemos considerar los centros gaseosos de las nebulosas como una especie de «enanas blancas» construidas en una escala colosal.
Hemos visto que los pesos de dos nebulosas extragalácticas se pueden estimar con un grado razonable de precisión. La gran nebulosa de Andrómeda M 31 tiene el peso de 3500 millones de soles, siendo su luminosidad total la de 660 millones de soles. La nebulosa NGC 4594 tiene el peso de 2000 millones de soles y la luminosidad de 260 millones de soles. Un simple cálculo muestra que los átomos en la nebulosa de Andrómeda tienen una expectativa de vida promedio de 80 millones de millones de años, mientras que la cifra correspondiente en NGC 4594 es de 115 millones de millones de años. A partir de estos dos casos, podemos suponer que la vida media, antes de la aniquilación, de los átomos en tales nebulosas debe ser del orden de 100 millones de millones de años. No se puede afirmar que este cálculo sea muy convincente o muy exacto, pero proporciona la única evidencia actualmente disponible en cuanto a la duración probable de la vida de la materia en el estado nebular. Podemos decir que las estrellas han existido como tales durante 5 a 10 millones de millones de años, y que sus átomos pueden haber existido previamente en nebulosas durante al menos un tiempo comparable, y posiblemente durante mucho más tiempo.
Aparte de las cifras detalladas, sin embargo, está claro que no podemos retroceder en el tiempo para siempre. Cada paso atrás en el tiempo implica un aumento en el peso total de la materia del universo y, al igual que con las estrellas individuales, no podemos retroceder tanto que este peso total se vuelva infinito. De hecho, es muy posible que se establezca un límite por consideraciones que tenemos [p. 336] ya mencionado. La aniquilación completa de toda la materia que hay ahora en el universo elevaría la temperatura de la superficie terrestre en una seismilésima parte de un grado; la aniquilación de un millón de veces más materia la elevaría 160 grados. No podemos admitir que tanta radiación como esta pueda estar vagando por el espacio. La temperatura de la tierra está determinada por la cantidad de radiación que recibe del sol; ajusta su temperatura para que irradie tanta energía como la que recibe. Se requiere una pequeña corrección debido a la propia radiactividad de la tierra, pero esto no tiene por qué molestarnos. Lo que nos molestaría, y de hecho trastornaría el equilibrio por completo, sería la radiación de un millón de universos muertos si esto nos llegara eternamente desde el espacio; en este caso, la superficie de la tierra tendría que alcanzar una temperatura muy superior a la del agua hirviendo antes de que pudiera restablecer el equilibrio entre la radiación que recibía y la que emitía. En una palabra, la radiación de un millón de universos muertos herviría nuestros mares, ríos ya nosotros mismos.
La creación de la materia. Todo esto deja en claro que la materia presente del universo no puede haber existido siempre: de hecho, probablemente podamos asignar un límite superior a su edad de, digamos, un número redondo como 200 millones de millones de años. Y, donde sea que lo fijemos, nuestro próximo paso atrás en el tiempo nos lleva a contemplar un evento definido, o una serie de eventos, o un proceso continuo, de creación de materia en algún momento no infinitamente remoto. De alguna manera la materia que no había existido previamente, vino o fue traída a la existencia.
Si queremos una interpretación naturalista de esta creación de la materia, podemos imaginar energía radiante de cualquier longitud de onda inferior a 1,3 x 10-13 cm vertida en el espacio vacío; esta es energía de mayor [p. 337] «disponibilidad» que cualquiera conocida en el universo actual, y el agotamiento de tal energía bien podría crear un universo similar al nuestro. La tabla de la p. 144 muestra que la radiación de la longitud de onda que acabamos de mencionar podría cristalizar posiblemente en electrones y protones, y finalmente formar átomos. Si queremos una imagen concreta de tal creación, podemos pensar en el dedo de Dios agitando el éter.
Podemos evitar este tipo de imágenes crudas insistiendo en que el espacio, el tiempo y la materia se traten juntos e inseparablemente como un solo sistema, de modo que no tenga sentido hablar del espacio y el tiempo como si existieran antes de que existiera la materia. Tal punto de vista está en consonancia no solo con las teorías metafísicas antiguas, sino también con la teoría moderna de la relatividad (p. 74). El universo se convierte ahora en una imagen finita cuyas dimensiones son una cierta cantidad de espacio y una cierta cantidad de tiempo; los protones y electrones son las rayas de pintura que definen la imagen contra su fondo de espacio-tiempo. Viajar tan atrás en el tiempo como podamos, no nos lleva a la creación de la imagen, sino a su borde; la creación del cuadro está tan fuera del cuadro como el artista está fuera de su lienzo. En esta vista, discutir la creación del universo en términos de tiempo y espacio es como intentar descubrir al artista y la acción de pintar, yendo al borde del cuadro. Esto nos acerca mucho a aquellos sistemas filosóficos que consideran el universo como un pensamiento en la mente de su Creador, reduciendo así toda discusión sobre la creación material a la futilidad.
Ambos puntos de vista son inexpugnables, pero también lo es el del hombre común que, reconociendo que es imposible para la mente humana comprender el plan completo del universo, decide que sus propios esfuerzos deben [p. 338] detenerse a este lado de la creación de la materia. Este último punto de vista es quizás el más justificable de todos desde el punto de vista puramente filosófico. Ha pasado ya un cuarto de siglo desde que la ciencia física, en gran parte bajo la dirección de Poincaré, dejó de tratar de explicar los fenómenos y se resignó a describirlos de la forma más sencilla posible. Para tomar la ilustración más simple, el científico victoriano pensó que era necesario «explicar» la luz como un movimiento ondulatorio en el éter mecánico que siempre estaba tratando de construir con gelatinas y giroscopios; el científico de hoy, afortunadamente para su cordura, ha renunciado al intento y está muy satisfecho si puede obtener una fórmula matemática que prediga lo que hará la luz bajo condiciones específicas. Poco importa si la fórmula admite o no una explicación mecánica, o si tal explicación corresponde a alguna realidad última pensable. Las fórmulas de la ciencia moderna se juzgan principalmente, si no del todo, por su capacidad para describir los fenómenos de la naturaleza con sencillez, precisión y exhaustividad. Por ejemplo, el éter ha salido de la ciencia, no porque los científicos en su conjunto hayan formado un juicio razonado de que tal cosa no existe, sino porque descubren que pueden describir perfectamente todos los fenómenos de la naturaleza sin ella. Simplemente entorpece la imagen, por lo que la dejan fuera. Si en algún momento futuro descubren que lo necesitan, lo volverán a colocar.
Esto no implica ninguna rebaja de los estándares o ideales de la ciencia; implica meramente una creciente convicción de que las realidades últimas del universo están actualmente más allá del alcance de la ciencia, y pueden estar —y probablemente lo estén— más allá de la comprensión de la mente humana. Es a priori probable que solo el [p. 339] el artista puede comprender todo el significado del cuadro que ha pintado, y que esto seguirá siendo imposible para siempre por unas pocas manchas de pintura en el lienzo. Es por este tipo de razón que, cuando, como en el capítulo II, tratamos de discutir la estructura última del átomo, nos vimos impulsados a hablar en términos de símiles, metáforas y parábolas. Ni siquiera hay necesidad de preocuparse demasiado por las aparentes contradicciones. La unidad superior de la realidad última sin duda debe reconciliarlos a todos, aunque queda por ver si esta unidad superior está dentro de nuestra comprensión o no. Mientras tanto, una contradicción nos preocupa tanto como un hecho no explicado, pero apenas más; puede o no desaparecer en el progreso de la ciencia.
Si alguna línea de pensamiento de este tipo puede aplicarse a nuestros esfuerzos por comprender los procesos más diminutos del universo (y es la línea de pensamiento común de todos los días de aquellos que trabajan en este campo), entonces seguramente debe ser aún más aplicable a nuestros esfuerzos por entender el universo como un todo. Los fenómenos nos llegan disfrazados en sus marcos de tiempo y espacio; son mensajes en clave cuyo significado último no entenderemos hasta que hayamos descubierto cómo descifrarlos de su envoltorio de espacio-tiempo. Independientemente de lo que se piense acerca de nuestra capacidad final para descifrar los difíciles mensajes que hemos recibido recientemente sobre la estructura última de las partes más diminutas de la materia, parece natural que sintamos cierta aprensión con respecto a los que se refieren a la estructura del universo en su conjunto. , y particularmente las de sus comienzos y finales. Con bastante frecuencia, el mensaje en sí mismo puede ayudarnos a descubrir el código en el que nos llega (con la habilidad suficiente a menudo podemos hacerlo), pero ahora estamos hablando de problemas como [p. 340] cuándo, por quién y con qué propósito se ideó el código. No hay ninguna razón por la que un mensaje de código deba arrojar alguna luz sobre esto.
El astrónomo debe dejar el problema en esta etapa. El mensaje de la astronomía es de interés evidente para la filosofía, la religión y la humanidad en general, pero no es asunto del astrónomo decodificarlo. El astrónomo observador observa y registra los puntos y rayas de la aguja que transmite el mensaje, el astrónomo teórico los traduce en palabras, y según se encuentre que forman palabras consistentes conocidas o no, se sabe si ha hecho su trabajo bien o mal, pero corresponde a otros tratar de comprender y explicar el significado último decodificado de las palabras que escribe.
Abandonando nuestros esfuerzos por comprender el universo como un todo, echemos un vistazo por un momento a la relación de la vida con el universo que conocemos.
La antigua opinión de que cada punto de luz en el cielo representaba un posible hogar para la vida es bastante ajena a la astronomía moderna. Las estrellas mismas tienen temperaturas superficiales que oscilan entre los 1650 grados y los 30.000 grados o más y, por supuesto, tienen temperaturas internas mucho más altas. Con mucho, la mayor parte de la materia del universo está a una temperatura de millones de grados, de modo que sus moléculas se descomponen en átomos, y los átomos se descomponen, al menos parcialmente, en sus partes constituyentes. Ahora bien, el concepto mismo de vida implica duración en el tiempo; no puede haber vida donde los átomos cambien su composición millones de veces por segundo y ningún par de átomos pueda permanecer unido. También implica cierta movilidad en el espacio, y estas dos [p. 341] implicaciones restringen la vida a la pequeña gama de condiciones físicas en las que es posible el estado líquido. Nuestro estudio del universo ha mostrado cuán pequeño es este rango en comparación con el exhibido por el universo como un todo. No se encuentra en las estrellas, ni en las nebulosas de las que nacen las estrellas. No conocemos ningún tipo de cuerpo astronómico en el que las condiciones puedan ser favorables para la vida, excepto planetas como el nuestro que giran alrededor de un sol.
Ahora, según nuestro conocimiento actual, los planetas son muy raros. Hemos visto cómo una sola estrella no puede por sí sola producir planetas. Una familia de planetas debe tener dos padres; solo surge como resultado del acercamiento de dos estrellas, y las estrellas están tan escasamente dispersas en el espacio que es un evento inconcebiblemente raro que uno pase cerca de un vecino. Sobre la teoría de las mareas, explicada en la p. 236, los planetas no pueden nacer excepto cuando dos estrellas pasan a menos de tres diámetros entre sí. Como sabemos cómo se dispersan las estrellas en el espacio, podemos estimar bastante de cerca con qué frecuencia se acercarán dos estrellas dentro de esta distancia entre sí. El cálculo muestra que incluso después de que una estrella haya vivido su vida de millones de millones de años, la probabilidad de que sea un sol rodeado de planetas sigue siendo de cien mil a uno.
Aun así, para que la vida obtenga un equilibrio, los planetas no deben estar demasiado calientes ni demasiado fríos. En el sistema solar, por ejemplo, no podemos imaginar que exista vida en Mercurio o en Neptuno; los líquidos hierven en el primero y se congelan fuertemente en el segundo. Estos planetas no son aptos para la vida porque están demasiado cerca o demasiado lejos del sol. Podemos imaginar otros planetas que no son adecuados porque su propia sustancia genera energía a tal velocidad que los hace inadecuados para ser habitados. Los [p. 342] átomos inertes que forman nuestra tierra parecen ser los productos finales de una larga serie de cambios atómicos, una especie de ceniza final resultante de la combustión del universo. Hemos visto cómo tales átomos probablemente flotan en la parte superior de cada estrella, como el más liviano en peso, pero de ninguna manera es una conclusión inevitable que todos los planetas consistirán en nada más que átomos inertes, y así se enfriarán hasta que la vida pueda obtener una base sobre ellos. Esto ha sucedido con nuestra tierra, pero no sabemos cuántos planetas y sistemas planetarios pueden ser inadecuados para la vida porque no ha sucedido con ellos.
Todo esto sugiere que sólo un rincón infinitesimalmente pequeño del universo puede ser en lo más mínimo adecuado para formar una morada de vida. La materia primigenia debe seguir transformándose en radiación durante millones de millones de años para producir una mínima cantidad de ceniza inerte en la que pueda existir la vida. Luego, por un accidente casi increíble, esta ceniza, y nada más, debe ser arrancada del sol que la ha producido y condensarse en un planeta. Incluso entonces, este residuo de ceniza no debe estar demasiado caliente o demasiado frío, o la vida será imposible.
Finalmente, una vez satisfechas todas estas condiciones, ¿llegará o no la vida? Probablemente debamos descartar la opinión ampliamente aceptada en un momento de que una vez que la vida hubiera llegado al universo de cualquier forma, se propagaría rápidamente de un planeta a otro y de un sistema planetario a otro hasta que todo el universo rebosara de vida; el espacio ahora parece demasiado frío y los sistemas planetarios demasiado separados. Nuestra vida terrestre debe haberse originado con toda probabilidad en la tierra misma. Lo que nos gustaría saber es si se originó como resultado de otro sorprendente accidente o sucesión de coincidencias, o si es el evento normal para que la materia inanimada produzca vida a su debido tiempo, cuando el <span id=“p343” físico >[p. 343] entorno es adecuado.
El astrónomo podría ser capaz de dar una respuesta parcial si pudiera encontrar evidencia de vida en algún otro planeta, porque entonces al menos deberíamos saber que la vida ha ocurrido más de una vez en la historia del universo, pero hasta ahora ninguna evidencia convincente ha ocurrido. Algunos astrónomos interpretan ciertas marcas en Marte como canales, que creen que son obra de seres inteligentes, pero esta interpretación generalmente no se acepta. Nuevamente, los cambios estacionales ocurren necesariamente en Marte como en la Tierra, y ciertos fenómenos los acompañan que muchos astrónomos se inclinan a atribuir al crecimiento y declive de la vegetación, aunque pueden representar nada más que lluvias que riegan el desierto. No hay evidencia definitiva de vida, y ciertamente ninguna evidencia de vida consciente, en Marte, ni en ningún otro lugar del universo.
Al principio parece un tanto sorprendente que el oxígeno figure tan ampliamente en la atmósfera terrestre, en vista de su prontitud para entrar en combinación química con otras sustancias. Sabemos, sin embargo, que la vegetación está liberando continuamente oxígeno a la atmósfera, y con frecuencia se ha sugerido que el oxígeno de la atmósfera terrestre puede ser principalmente o totalmente de origen vegetal. Si es así, la presencia o ausencia de oxígeno en las atmósferas de otros planetas debería mostrar si en estos planetas existe o no una vegetación similar a la que tenemos en la Tierra.
Ciertamente, el oxígeno existe en la atmósfera marciana, pero su cantidad es pequeña. Adams y St John estiman que no puede haber más del 15 por ciento, tanto, por milla cuadrada, como en la tierra. Por otro lado, está completamente ausente o es insignificante en [p. 343] la atmósfera de Venus. Si alguna está presente, St John estima que la cantidad por encima de las nubes que cubren la superficie de Venus es menos del 0,1 por ciento de la cantidad terrestre. La evidencia, por lo que vale, sugiere que Venus, el único planeta en el sistema solar fuera de Marte y la tierra en el que posiblemente podría existir vida, no posee vegetación ni oxígeno para que respiren formas superiores de vida.
Aparte del conocimiento cierto de que existe vida en la tierra, no tenemos ningún conocimiento definitivo excepto que, en el mejor de los casos, la vida debe limitarse a una pequeña fracción del universo. Existen millones de millones de estrellas que no albergan vida, que nunca la han tenido y nunca la tendrán. De los raros sistemas planetarios en el cielo, muchos deben estar completamente sin vida, y en otros la vida, si es que existe, probablemente se limite a unos pocos planetas. Los tres siglos que han transcurrido desde que Giordano Bruno sufrió el martirio por creer en la pluralidad de los mundos han cambiado nuestra concepción del universo casi más allá de toda descripción, pero no nos han acercado apreciablemente a la comprensión de la relación de la vida con el universo. Todavía solo podemos adivinar el significado de esta vida que, según todas las apariencias, es tan rara. ¿Es el clímax final hacia el que se mueve toda la creación, para el cual los millones de millones de años de transformación de la materia en estrellas y nebulosas deshabitadas, y del desperdicio de radiación en el espacio desértico, han sido sólo una preparación increíblemente extravagante? ¿O es un mero subproducto accidental y posiblemente sin importancia de los procesos naturales, que tienen a la vista algún otro fin más estupendo? O, para echar un vistazo a una línea de pensamiento aún más modesta, ¿debemos considerarlo como algo de la naturaleza de una enfermedad, que afecta a la materia en su vejez cuando ha perdido la alta [p. 345] temperatura y capacidad para generar radiación de alta frecuencia con la que materia más joven y más vigorosa destruiría la vida a su vez? O, dejando a un lado la humildad, ¿nos aventuraremos a imaginar que es la única realidad que crea, en lugar de ser creada por, las masas colosales de las estrellas y nebulosas y las vistas casi inconcebiblemente largas del tiempo astronómico?
Una vez más, no corresponde al astrónomo seleccionar entre estas conjeturas alternativas; su tarea está hecha cuando ha entregado el mensaje de la astronomía. Tal vez sea demasiado precipitado por su parte incluso formular las preguntas que sugiere este mensaje.
Dejemos estas regiones más bien abstractas del pensamiento y bajemos a la tierra. Sentimos la tierra sólida bajo nuestros pies y los rayos del sol sobre nuestras cabezas. De alguna manera, pero no sabemos cómo ni por qué, la vida también está aquí; nosotros mismos somos parte de ella. Y es natural preguntarse qué tiene que decir la astronomía en cuanto a sus perspectivas futuras.
Los hechos centrales que dominan toda la situación son que dependemos de la luz y el calor del sol, y que estos no pueden permanecer para siempre como están ahora. Por lo que podemos ver actualmente, las condiciones solares difícilmente pueden haber cambiado mucho desde que nació la tierra; los 2000 millones de años de la tierra forman una fracción tan pequeña de toda la vida del sol que casi podemos suponer que el sol se ha detenido durante toda ella. Esto por sí mismo sugiere que, en lo que respecta a los factores astronómicos, la vida puede parecer una tenencia de la tierra de una duración mucho más larga que la edad pasada total de la tierra.
La tierra, que comenzó su vida como una masa caliente de gas, se ha enfriado gradualmente, hasta que casi ha tocado fondo, y casi no tiene calor más allá del que [p . 346] recibe del sol. Esto casi equilibra la cantidad que irradia hacia el espacio, de modo que permanecería en su temperatura actual para siempre si las condiciones externas no cambiaran, y cualquier cambio en su condición será forzado por los cambios que ocurren afuera.
Estos cambios externos pueden ser de muchos tipos. La pérdida de peso del sol hace que la tierra se aleje de él a razón de aproximadamente una yarda por siglo, de modo que después de un millón de millones de años, la tierra estará un 10 por ciento más lejos de la fuente de su luz y vida que ahora. En consecuencia, incluso si el sol irradiara entonces tanta luz y calor como ahora, la tierra recibiría un 20 por ciento menos de esta radiación, y su temperatura media sería unos 15 grados centígrados más baja que la actual. Pero después de un millón de millones de años, el sol no irradiará tanta luz y calor como ahora; habrá perdido alrededor del 6 por ciento de su peso actual a causa de la radiación y, a juzgar por otras estrellas, esta pérdida probablemente reducirá su capacidad de generación de energía en un 20 por ciento. Esto reducirá la temperatura de la tierra en unos 15 grados más, de modo que después de un millón de millones de años, el curso inevitable de los acontecimientos habrá reducido la temperatura de la tierra en unos 30 grados centígrados.
Sería temerario intentar predecir cómo tal caída de temperatura puede afectar la vida terrestre, y la vida humana en particular. Dado el tiempo suficiente, la vida tiene una capacidad tan enorme para adaptarse a su entorno que parece posible que, incluso con una temperatura 30 grados centígrados más baja que la actual, la vida aún pueda existir en la Tierra dentro de un millón de millones de años. Si es así, me alegro de que mi vida no se haya caído en ese futuro lejano. Las montañas y los mares, que proporcionan algo de [p. 347] los placeres más intensos de nuestra vida presente existirán solo como tradiciones transmitidas desde un pasado remoto y casi increíble. La denudación de un millón de millones de años habrá reducido las montañas casi a llanuras, mientras que los mares y los ríos serán paquetes congelados de hielo sólido. Bien podemos imaginar que el hombre tendrá infinitamente más conocimiento que ahora, pero ya no conocerá la emoción del placer del pionero que abre nuevos reinos de conocimiento. La enfermedad, y tal vez la muerte, habrán sido conquistadas, y la vida será sin duda más segura e incomparablemente mejor ordenada que ahora. Parecerá increíble que haya existido una época en que los hombres arriesgaron y perdieron la vida atravesando territorios inexplorados, escalando picos nunca antes escalados, luchando contra bestias salvajes por el gusto de hacerlo. La vida será más una rutina y menos una aventura que ahora; también será más inútil cuando la raza humana sepa que dentro de un espacio de tiempo mensurable debe enfrentar la extinción y la destrucción eterna de todas sus esperanzas, esfuerzos y logros.
Sin poner demasiado énfasis en estos conceptos visionarios de la vida dentro de un millón de millones de años, podemos pensar en este como el período en números redondos después del cual es probable que el inevitable desperdicio del peso del sol expulse la vida de la tierra. Venus, con una temperatura media unos 60 grados superior a la de la Tierra, es probablemente demasiado caliente para la vida en la actualidad. Pero después de un millón de millones de años, la temperatura de Venus habrá descendido 40 grados, y lo que la Tierra es ahora, Venus lo podrá ser en algún lugar entre uno y dos millones de millones de años. No podemos saber si la vida habitará Venus, y sería inútil adivinarlo, pero al menos existe la posibilidad de que, a medida que la Tierra falle, Venus ocupe su lugar. Posiblemente [p. 348] Venus puede ser seguido por Mercurio a su debido tiempo, pero la evidencia actual es que Mercurio está desprovisto de atmósfera, en cuyo caso es difícil imaginarlo como un hogar para la vida en absoluto parecido al que ahora habita la tierra.
Hasta ahora hemos considerado sólo el curso normal de los acontecimientos; una variedad de accidentes pueden poner fin a la raza humana mucho antes de que hayan transcurrido un millón de millones de años. Para mencionar sólo posibles sucesos astronómicos, el sol puede toparse con otra estrella, cualquier asteroide puede chocar con otro asteroide y, como resultado, desviarse tanto de su trayectoria como para chocar contra la Tierra, cualquiera de las estrellas del espacio puede desviarse hacia el sistema solar y, al hacerlo, alterar todas las órbitas planetarias hasta tal punto que la tierra se vuelve imposible como morada de la vida. Es difícil estimar la probabilidad de que ocurra alguno de estos eventos, pero todos parecen muy improbables, y el primero y el último lo son en gran medida. Despreciémoslos a todos.
Queda un peligro que no puede descartarse tan a la ligera. Expresémoslo primero en lenguaje técnico. El sol es una estrella de la secuencia principal y, además, está muy cerca del borde izquierdo de la secuencia principal en el diagrama de Russell (p. 278). Más allá de este borde hay una región del diagrama que está completamente libre de estrellas. Hemos supuesto que esta región no está habitada por estrellas porque las configuraciones estelares que representa serían inestables. Las estrellas lo atraviesan rápidamente hasta que encuentran una configuración estable, y así terminan en una región que las estrellas pueden ocupar permanentemente. Ahora, las siguientes configuraciones estables más allá de esta región son las de las enanas blancas, y como estas son menos masivas como clase que las estrellas de la secuencia principal, la tendencia general de la evolución estelar parece ser de la estrella de la secuencia principal [< sup>p. 349] a enana blanca. Desde este punto de vista, las enanas blancas deben haber sido previamente estrellas de la secuencia principal que vagaron por el borde izquierdo de la banda de configuraciones estables y luego cayeron a través de la región inestable hasta que recuperaron la estabilidad como enanas blancas.
El peligro radica en el hecho de que el sol ya está peligrosamente cerca del borde izquierdo de la secuencia principal. De acuerdo con las determinaciones de Redman, que son probablemente, con mucho, las más fiables disponibles en la actualidad, el cinturón de secuencia principal de configuraciones estables para estrellas del mismo tipo espectral que el sol (G 0) se extiende aproximadamente entre magnitudes estelares absolutas, 4,88 y 3,54, el primero marcando el peligroso borde izquierdo. La magnitud absoluta actual del sol se estima en 4,85. Así, si el sol se hiciera 0,03 magnitudes más débil, lo que representa una reducción de sólo el 3 por ciento, en su luminosidad, llegaría exactamente al borde de la secuencia principal y procedería a contraerse precipitadamente hasta el estado de enana blanca. Al hacerlo, su luz y calor disminuirían a tal punto que la vida sería desterrada de la tierra. La estrella enana blanca conocida a la que se parecería más es la compañera de Sirio, y emite solo una cuatrocientas partes de la luz y el calor que emite el sol.
Para decir lo mismo en un lenguaje no técnico, el sol se encuentra, o no está lejos de, en un estado precario en el que las estrellas pueden comenzar a encogerse y, al hacerlo, reducir su radiación a una pequeña fracción de la actual emitida por el sol. La contracción del sol a este estado transformaría nuestros océanos en hielo y nuestra atmósfera en aire líquido; parece imposible que la vida terrestre pueda sobrevivir. Es casi seguro que el vasto museo del cielo debe contener ejemplos de [p. 350] soles encogidos de este tipo con planetas como nuestra tierra girando alrededor de ellos. Si estos planetas llevan en ellos los restos helados de una vida que una vez fue tan activa como nuestra vida actual en la tierra, es algo que apenas podemos conjeturar.
Se puede pensar que esto abre una perspectiva sorprendente para la tierra, pero podemos animarnos por varias razones. En primer lugar, una disminución del 3 por ciento en la luminosidad del sol difícilmente puede ocurrir en menos de unos 150.000 millones de años. Esto en sí mismo no es tan malo, pero la perspectiva se vuelve enormemente más esperanzadora cuando reflexionamos que la evolución de las estrellas, incluido el sol, tiene lugar en una dirección casi paralela al borde de la secuencia principal. El sol no se dirige hacia el precipicio, sino que bordea su borde. No sabemos si se está acercando al borde y, en última instancia, está destinado a caerse, pero en cualquier caso es poco probable que alcance el borde dentro de los próximos millones de años.
Finalmente, la distancia del sol desde el borde de la secuencia principal no se puede estimar con el grado de precisión asumido en los cálculos anteriores. La cifra de 0,03 apareció como la diferencia de dos números mucho más grandes, y aunque ambos pueden estimarse con bastante precisión, ninguno puede estimarse con suficiente precisión para justificar que tratemos su pequeña diferencia de 0,03 como exacta. Lo más que podemos decir es que el sol está bastante cerca del borde peligroso, pero que cualquier movimiento apreciable hacia este borde es cuestión de millones de millones de años.
También debe mencionarse otro peligro, de tipo más especulativo. Hemos visto (p. 61) como cada tanto aparece en el cielo una nueva estrella, brilla [p. 351] con un brillo increíble por un corto tiempo, y luego se desvanece por completo o continúa brillando como una estrella ordinaria. Estas apariciones se conocen como «novas»: nuevas estrellas. En muchos casos, se ha demostrado que la nova es una estrella ordinaria que era visible como una estrella muy tenue mucho antes de que apareciera como una nova, brilló durante un breve lapso de vida y luego volvió a la normalidad, y parece razonable suponer que todas las novas son de este tipo, aunque la estrella a menudo puede escapar a la detección hasta que asume su estado de nova brillante. Estas apariciones no son raras; algo así como seis aparecen cada año solo en el sistema galáctico. Ahora bien, si suponemos que el sistema galáctico consta de 300.000 millones de estrellas, esto significa que, en promedio, cada estrella se convierte en una nova una vez cada 50.000 millones de años. Lo que nos gustaría saber es si nuestro sol corre peligro de convertirse en una nova; porque, si todos los tipos de estrellas corren las mismas oportunidades, es probable que se convierta en una nova unas veinte veces en el próximo millón de millones de años.
Hasta ahora no hay acuerdo entre los astrónomos ni sobre las causas físicas que convierten una estrella ordinaria en una nova, ni sobre las condiciones físicas que prevalecen en las novas. Varias sugerencias están en el campo, pero ninguna de ellas gana aceptación general. Parece bastante seguro que si nuestro sol se convirtiera repentinamente en una nova, su emisión de luz y calor aumentaría tanto como para quemar toda la vida de la tierra, pero estamos completamente a oscuras en cuanto a si nuestro sol corre algún riesgo de entrar la etapa nova. Si lo hace, este es probablemente el mayor de todos los riesgos a los que está expuesta la vida en la tierra.
Aparte de los accidentes, hemos visto que si el sistema solar se deja en el curso natural de la evolución, [p. 352] es probable que la tierra siga siendo una posible morada de vida durante algo del orden de un millón de millones de años por venir.
Esto es unas quinientas veces la edad pasada de la tierra, y más de tres millones de veces el período durante el cual la humanidad ha existido hasta ahora en la tierra. Tratemos de ver estos tiempos en su justa proporción con la ayuda de otro modelo simple. Tome un sello de correos y péguelo en un centavo. Ahora trepa por la aguja de Cleopatra y coloca el centavo plano, con el sello de correos hacia arriba, sobre el obelisco. La altura de toda la estructura puede tomarse para representar el tiempo transcurrido desde que nació la tierra. En esta escala, el grosor de la moneda y el sello postal juntos representan el tiempo que el hombre ha vivido en la tierra. El grosor del sello postal representa el tiempo que estuvo civilizado, el grosor del centavo representa el tiempo que vivió en un estado incivilizado. Ahora pega otro sello postal encima del primero para representar los próximos 5000 años de civilización, y siga pegando sellos postales hasta que tenga una pila tan alta como el Mont Blanc. Incluso ahora, la pila forma una representación inadecuada de la longitud del futuro que, por lo que la astronomía puede ver, probablemente se extiende ante la humanidad civilizada, a menos que un accidente lo acorte. El primer sello postal fue el pasado de la civilización; la columna más alta que el Mont Blanc es su futuro. O, para verlo de otra manera, el primer sello postal representa lo que el hombre ya ha logrado; la pila que corona el Mont Blanc representa lo que puede lograr, si su futuro logro es proporcional a su tiempo en la tierra.
Sin embargo, hemos visto que no podemos contar con un futuro tan largo con ninguna certeza. Los accidentes pueden [p. 353] suceder a la raza como al individuo. Pueden ocurrir colisiones celestiales; encogiéndose en una enana blanca, el sol puede congelar la vida terrestre fuera de existencia; estallando como una nova puede abrasar nuestra raza hasta la muerte. El accidente puede reemplazar nuestro Mont Blanc de sellos postales por una columna truncada de sólo una fracción de la altura del Mont Blanc. Aun así, hay una perspectiva de decenas de miles de millones de años antes de nuestra raza. Y la mente humana, aparte de la mente del matemático, difícilmente puede distinguir claramente entre un período como este y el millón de millones de años que podemos esperar si los accidentes no nos alcanzan.
Visto en términos de espacio, el mensaje de la astronomía es, en el mejor de los casos, de una grandeza melancólica y una inmensidad opresiva. Visto en términos de tiempo, se convierte en una de posibilidades y esperanzas casi infinitas. Como habitantes del universo, podemos estar viviendo cerca de su final en lugar de su comienzo; porque parece probable que la mayor parte del universo se hubiera derretido en radiación antes de que apareciésemos en escena. Pero como habitantes de la tierra, estamos viviendo en el mismo comienzo de los tiempos. Hemos llegado a existir en la fresca gloria del amanecer, y un día de una duración casi impensable se extiende ante nosotros con inimaginables oportunidades de realización. Nuestros descendientes de épocas lejanas, contemplando esta larga perspectiva del tiempo desde el otro extremo, verán nuestra era actual como la brumosa mañana de la historia del mundo; nuestros contemporáneos de hoy aparecerán como tenues figuras heroicas que se abrieron paso a través de selvas de la ignorancia, el error y la superstición para descubrir la verdad, para [p. 354] aprender cómo aprovechar las fuerzas de la naturaleza y hacer un mundo digno para que viva la humanidad. Todavía estamos demasiado inmersos en el gris de la niebla de la mañana para ser capaces de imaginar, aunque sea vagamente, cómo aparecerá este mundo nuestro para aquellos que vendrán después de nosotros y lo verán a plena luz del día. Pero por la luz que tenemos, parece que discernimos que el mensaje principal de la astronomía es uno de esperanza para la raza y de responsabilidad para el individuo, de responsabilidad porque estamos dibujando planes y sentando las bases para un futuro más largo de lo que podemos imaginar.