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Lunes, 13 de agosto de 25 (1 de elul de 3785)
La mañana se presentó nublada, a pesar del calor sofocante propio del mes de agosto. Tiglat se levantó temprano para organizar los enseres y abrevar a los onagros. El muchacho hizo acopio de todas las provisiones del almacén y las fue colocando en las grupas, colgando de fuertes redes. Legumbres, carne salada, pescado ahumado, huevos, aceite, sal, vino, especias, harina, fruta, pan, y todo tipo de frutos secos. Todo lo necesario para pasar unos cuantos días incomunicado.[1]
Los animales rebuznaron incómodos al sentir el peso de la carga. Tiglat los tranquilizó ofreciéndoles hierba fresca y acariciando sus lomos. Cuando estuvieron listos los sacó del corral, amarrándolos a la entrada de la casa. Luego se encaminó hasta los manantiales y llenó varios odres de agua fresca. Algunas mujeres también faenaban temprano junto a la zona de las cascadas y miraron con curiosidad a Tiglat.
Cuando el pequeño regresó a casa se encontró a Jesús levantado, comiendo una manzana.
—¡Menudo judío estás hecho! —saltó Tiglat.
Jesús se detuvo en su nuevo mordisco, y puso cara de extrañado. Luego, comprendiendo, alargó la manzana hacia el chico, ofreciéndole.
—Bien puedes decirlo. Soy un judío bastante atípico.
Pocos minutos después ambos estaban en camino, cada uno dirigiendo un onagro. Salieron de la ciudadela, dejando atrás los templos, y atravesando la muralla, tomaron la carretera de Damasco. Durante toda la caminata, siguiendo en paralelo al arroyo que caía desde la montaña, Jesús no paró de hablar. Tiglat miraba a Jesús con gesto divertido. Para él, su estrafalario amigo era un personaje curioso. Había desistido de intentar sonsacarle qué es lo que iba a hacer en la ladera de la montaña, así que aguantó su parrafada con resignación. A mitad de viaje Jesús empezó a contar historias de lo más extraño, leyendas antiguas del monte Hermón. Tiglat no sabía si creerlas o no, pero escuchó encantado las intrigantes narraciones de su amigo. El final resultó tan poco creíble que el chiquillo se sintió engañado:
—Menuda sarta de cuentos para viejas que me has largado. Eso no se lo cree ni mi abuela.[2]
Jesús se defendió:
—Bueno, he oído que todo es cierto. De las montañas siempre se ha dicho que son lugares especiales, donde pueden ocurrir cosas fantásticas.
—Lo único fantástico que puede pasar ahí arriba es que alguien se encuentre con una fiera, o todavía peor, con los ladrones. Ya sé que no me vas a hacer ningún caso, pero cuando estés arriba busca una buena cueva para cobijarte. Recuerda lo que te dijo mi padre de los saqueadores. Te vas a meter en la guarida del lobo.
Jesús se puso algo más serio, pero sin abandonar su sonrisa:
—No te preocupes, Tiglat. Hay lobos peores que esos, y ya tengo previsto ocuparme de ellos…
El pequeño miró a Jesús sin fiarse demasiado, y no paró hasta hacerle prometer que tendría cuidado.
A las pocas horas empezaron a divisar Beit Jenn.[3] Era una aldehuela de casas bajas de piedra, pequeña y solitaria en la falda de la montaña, atravesada por el nahal o riachuelo Hermón. Tiglat condujo a Jesús por las callejuelas hasta la casa de su amigo, un sirofenicio que tenía una modesta serrería. Jesús departió durante un rato con el hombre y éste accedió gustoso a ofrecer su taller como almacén de las provisiones. Tiglat y Jesús descargaron parte de los bultos y dejaron uno de los asnos al cuidado del aldeano.
Jesús no quería demorarse mucho en llegar, así que se despidieron de su amigo y reemprendieron la marcha hacia la cumbre. Siguieron el curso del arroyo, atravesando los bosques de las primeras laderas.
Al cabo de un rato de ascensión pararon a echar un vistazo. Al mirar atrás, entre la arboleda, distinguieron al fondo la aldea y muy hacia el sur, el verdinegro lago Phiale, un pequeño foso relleno de agua y rodeado de vegetación. Jesús reanudó sus historias con anécdotas acerca del lago. Se decía que su agua comunicaba por algún conducto secreto con el mismísimo Jordán.
Después de una hora el paisaje cambió de rostro. Cipreses y olivos se rezagaron, y en su lugar, las estribaciones del Hermón presentaron una cara más adusta y cerrada. Al frente y a la derecha, picudos y vigilantes, aparecieron los har, los montículos, de Nida y Kahal, con las laderas vestidas de enebros griegos, pinos de Calabria, abetos cilíceos, perfumados mirtos y por supuesto, el inconmensurable cedro.
La senda, como pudo, torció a la izquierda y atacó los nuevos promontorios. En lo alto, montada en el viento, patrullaba en círculos una familia de buitres negros y leonados. Los grandes cúmulos se iban amontonando contra las cimas. Tiglat miró a los cielos y, sin previo aviso, azuzó el jumento, avivando la marcha.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jesús.
—Buitres. Parecen esperar algo…
Jesús miró hacia la cumbre con curiosidad y aceleró para seguir el paso de Tiglat.
Al cabo de unos minutos, el bosque se abrió momentáneamente, y el sendero se dividió en dos. En la encrucijada, el muchacho descendió del onagro, y mostró a Jesús un lugar a la derecha, entre la espesura del bosque. Allí, medio oculto por el pinar, se disponía un conjunto desordenado de chozas.
—Es Quinea, un poblado de leñadores —le indicó—. Puedes venir cuando eches algo en falta. Siempre suele haber alguien por esta época del año.
Jesús asintió, tomando buena nota. Y observando la bifurcación del camino, preguntó por el nuevo ramal.
—Por ese sendero se desciende a la carretera de Damasco —le explicó Tiglat.
Satisfechas las referencias, se internaron en el poblado. De dos chozas se elevaban unos hilillos de humo. Tiglat llamó a una de ellas y abrió un hombre fornido que pasó inmediatamente de la desconfianza a la sonrisa en cuanto vio al chiquillo. Ambos se fundieron en un cálido abrazo. Tiglat hizo las oportunas presentaciones, introduciendo a Jesús como un amigo de su padre. El leñador ofreció a Jesús su humilde casa y les invitó a pasar. «Los amigos de Tiglat son siempre bien recibidos», comentó el hombre.
—¿Cómo está ese viejo bebedor?
—Mi padre está bien, gracias.
—Ya no frecuenta estos lares, desde que se hizo de ciudad.
La choza era un destartalado cajón de paredes hechas con tablones defectuosos. Por una esquina, en un ennegrecido fogón, se esparcía un agradable aroma a guiso. El leñador preguntó a sus visitantes si deseaban degustar un poco de jolodetz, el típico caldo montañés. Era una receta judía hecha con pies de res y de textura gelatinosa. El chico y Jesús declinaron amablemente la invitación. Tiglat explicó a su amigo que querían llegar pronto al refugio, donde Jesús pensaba pasar unos días.
—Jesús es un rofé y quiere buscar unas plantas medicinales que necesita. —Un rofé era como los judíos solían llamar a un terapeuta o a un médico.
El leñador quedó impresionado. Jesús se quedó maravillado de la audacia y la sagacidad de Tiglat, a tiempo para reaccionar y asentir a las palabras del muchacho.
—En ese caso, que no dude en venir por aquí cuando quiera. Todas las semanas viene un hombre de Dirbul que conoce muy bien las especies y las recolecta para sus pociones. Él sabrá decirle.
La mentira de Tiglat surtió su buen efecto, y Jesús pasó a formar parte de las personas bienvenidas en el poblado. Cuando abandonaban las casas, Jesús le soltó a Tiglat por lo bajo: «Menudo fenicio estás hecho». Y Tiglat rió de buena gana.
Doscientos o trescientos metros más allá el bosque volvió a abrirse. El ruido del río regresó de nuevo, y en seguida apareció el nahal Hermón. Pasaron por encima de un desvencijado puente de madera, y Tiglat, señalando las verdes aguas, proclamó orgulloso a Jesús:
—Aleyin, el que cabalga las nubes…
Jesús, comprendiendo, le dijo:
—Aleyin, el hijo de Baal, el que hace florecer las plantas.
Tiglat quedó impresionado. Jesús conocía la costumbre fenicia de poner el nombre de dioses a los ríos. El arroyo Hermón, que nacía en los ventisqueros de la montaña, tenía un nombre muy apropiado.
Al otro lado del nahal, al filo del bosque, entre un atrevido y oloroso maquis formado por arbustos de menta, cisto, salvia amarilla y tomillo, se alzaba una novedad: cinco piedras cónicas, toscamente labradas, de metro y medio de altura, y perfectamente alineadas de este a oeste.
Tiglat desmontó. Se aproximó reverencioso a la hilera de basalto negro y, durante unos minutos, permaneció en silencio, con la cabeza baja. Después, volviéndose, invitó a Jesús a descansar. A partir de allí, le explicó, empezaba lo más duro. El senderillo, paralelo a la margen derecha del río, trepaba arduo y desequilibrado, subiendo por una empinada pendiente.
—Estamos llegando. El refugio queda a poco de aquí.
Jesús asintió, acercándose al agua fresca y lavándose el sudor de la cara. El refrescante arroyo saltaba alegre entre las piedras en un descenso fulgurante. Tiglat dejó libre al onagro, y sentándose al pie de unas rocas, abrió el zurrón que colgaba en bandolera. Extrajo pan y una oscura porción de cecina de jabalí y se dispuso a dar buena cuenta del refrigerio.
Jesús, intrigado, dedicó unos minutos a explorar el roquedal. Aquello era sin duda un monumento sagrado. Tiglat explicó en seguida su significado:
—Se trata de un asherat[4] en honor de los hijos del padre Baal-Ros, Aleyin y Resef.
Jesús se retiró unos metros para contemplar el megalito. Estaba formado por un círculo de grandes piedras puntiagudas, clavadas con fuerza en la tierra. Se situó frente al borde del círculo, y en una muestra de respeto, hizo el típico gesto judío de tocarse la frente, los labios y el corazón, y luego tocó las piedras, bajando el rostro.[5]
Tiglat se extrañó de que un judío como Jesús, en apariencia eremita, se rebajase a honrar a sus dioses. Y se quedó pensativo mientras le contemplaba silencioso, en medio de los dólmenes, en recogimiento. «¿Quién era en realidad este judío?», se dijo para sí Tiglat.
Al poco abandonaron el asherat. El senderillo, encajonado entre la cerrada arboleda por la izquierda y el cada vez más impetuoso torrente por la derecha, discurría con dificultad. La maraña de pinos albares lo rodeaba haciendo que se retorciera a cada paso. Subía poco a poco, metro a metro, sacrificándose y quedando reducido a una huella de apenas cincuenta centímetros. Los dos compañeros y el asno tuvieron que colocarse en fila.
Tiglat sujetó en corto las riendas del asno, tirando de él sin contemplaciones, y la carga, más de una vez, tropezó incómodamente con las ramas más bajas. El camino se hacía cada vez más peligroso. Al filo mismo de esta estrechura el joven río saltaba por peñascos, provocando innumerables y nada recomendables rápidos.
El cielo empezó a nublarse con rapidez, y a los pocos minutos comenzaron a caer algunas gotas aisladas. Tiglat se giró y apremió a Jesús. Ambos empujaron con fuerza del jumento y aceleraron el paso.
El camino se tornó casi vertical, y las piedras, resbaladizas, provocaron más de un susto. Pero peldaño tras peldaño, y con cuidado, el tramo peor fue quedando atrás. En el último repecho del senderillo por fin se distinguió un claro. El bosque se retiraba formando un círculo mediano cruzado únicamente por la pista y el feroz torrente. En el centro, dueño y señor del calvero, se alzaba un corpulento árbol. Una sabina enorme, de casi treinta metros, con una copa piramidal, abierta y generosa, en la que se cobijaron Jesús y Tiglat por unos minutos.
La lluvia había empezado a hacer su aparición, cayendo ligera y aumentando de intensidad por momentos. Jesús se sintió incómodo debajo del árbol y con aquella amenazadora tormenta:
—Deberíamos alejarnos de los troncos —indicó a Tiglat.
—No temas, señor. Es el árbol sagrado de la madre Baal. Ella nos protegerá.
Era cierto. Sobre sus cabezas colgaban ofrendas de alimentos y objetos de madera. Eran muestras de agradecimiento hacia los dioses por otorgar los bienes de la naturaleza. Pero Jesús, conocedor del peligro de las puntiagudas copas en medio de la tormenta, tiró de Tiglat hacia el camino y se alejaron corriendo bajo una lluvia cada vez más copiosa.
El final del trayecto se hizo cada vez más arduo y empinado, pero duró poco. En un punto del sendero, los frondosos pinares, abetos y mirtos cedieron al imponente cedro. Un bosque denso y espeso de cedros lo inundó todo. El material del suelo dejó de ser tan pedregoso y se volvió más térreo. El ruido del nahal quedó amortiguado y la lluvia cesó, aliviada por las copas inmensas de los árboles. Jesús y Tiglat agradecieron el nuevo paisaje. Caminaron despacio degustando la soledad y quietud del lugar. Por encima de sus cabezas, cedros antiquísimos de más de veinte metros de altura se disputaban el azul del cielo y cubrían la práctica totalidad de la vista. Desde las alturas, un incesante revoloteo de aves circulaba de un lado para otro.
Finalmente, Tiglat señaló a Jesús un pedregal junto al río en el bosque.
—Ahí. Es el mejor sitio para dejar la comida. El río refrescará los alimentos.
Pararon junto al montón de piedras. Era un parapeto desgajado de la montaña por el río en su impetuosa bajada. Algunas piedras estaban desperdigadas por el suelo, como si se hubiera desmoronado una pared.
Tiglat y Jesús se pusieron manos a la obra, juntando una buena cantidad de rocas y formado una oquedad en la tierra. El río pasaba a escasos metros del murete, pero había abierto un desfiladero y discurría profundo, por lo que era imposible que inundara el hueco. Luego dispusieron las piedras formando un círculo, con medio de él encajado en el terreno. Fueron colocando más piedras, mezclándolas con barro, hasta formar una pared de poco más de un metro. Agotaron prácticamente todas las piedras disponibles, así que tuvieron que desgajar alguna más de la cornisa pedregosa. En un lateral del círculo dejaron una abertura suficiente para poder entrar agachado.
La lluvia fue cesando, y los sudorosos trabajadores tomaron un poco de respiro haciendo un alto. Jesús se interesó por el refugio.
—Mi consejo es que uses la cueva que está allá —le explicó Tiglat, señalando una espesura a cierta distancia del sendero.
Tiglat continuó sus indicaciones haciendo conocedor a Jesús de todos los lugares de las proximidades. A unos cuantos metros había un conjunto de cascadas, formadas por el incipiente río. Un poco más arriba, entre la espesura, había una zona llena de oquedades.
—Ten cuidado. A veces se refugian osos peligrosos. Si duermes allí, tapa bien la entrada con ramas y sitúate hacia el oeste, donde el viento no te llegue.
Jesús atendía a todas las explicaciones con gran interés, pero sonreía despreocupado, como si no sintiese la necesidad de tomar tantas precauciones.
—No te preocupes por mí, hijo. Ten cuidado tú siempre que vengas.
Aquello era casi una despedida, así que sin más preámbulos, Tiglat ajustó los tirantes al onagro, y emprendió el regreso. Cuando el camino se perdía, se volvió para observar a su intrigante compañero, y pudo ver a un Jesús solitario, terminando el depósito de alimentos, colocando ramas para cubrir el techo. Luego, tirando de la recua con fuerza, se perdió camino abajo, preguntándose qué iría a hacer allí su peculiar amigo.
El capítulo usa detalles sacados de las últimas páginas de Caballo de Troya 6 de J. J. Benítez, donde se hace una narración de los lugares por donde pudo pasar Jesús al subir el monte Hermón. Por ejemplo, la lista de víveres que transportan, la aldea de Quinea, el asherat y el claro en medio del bosque, están extraídos de ahí. ↩︎
Jesús le cuenta a Tiglat leyendas acerca del monte Hermón. Este monte siempre estuvo asociado en la literatura judía con historias mitológicas. En el Libro de Enoc, un apócrifo de la época de Jesús, podemos leer: «Y eran en total doscientos (hijos del cielo) los que descendieron sobre la cima del monte que llamaron Hermón, porque sobre él habían jurado y se habían comprometido mutuamente bajo anatema.» (Hn 6:6). Es curioso pero este libro narra que seres venidos del cielo, al que el Libro de Enoc llama «los Vigilantes», descienden al monte Hermón, donde planean su modo de actuación hacia los hombres. Una historia de contenido muy parecido con lo que le ocurre a Jesús en la montaña. Quizá eligió Jesús el monte Hermón por esta significación. ↩︎
El relato sigue las indicaciones que hace El Libro de Urantia, LU 134:8, donde se cuenta que Jesús partió de Cesarea de Filipo, cerca de la actual Banias, y llegó a Bet Jenn o Beit Jenn, subiendo desde allí a un punto situado a unos 2000 metros de altura. Beit Jenn es una aldea que todavía hoy existe (por lo que sorprende que El Libro de Urantia diga «una aldea conocida en otro tiempo como Beit Jenn») y se encuentra en las laderas de una primera cumbre de 2224 metros. Tal y como interpreta J. J. Benítez, es muy posible que sea esta cumbre, y no el Jebel esh Sheikh, de 2814 metros, la que ascendió Jesús. Esta última supone un desnivel muy fuerte y peligroso. Debe entenderse que Jesús se retira a la montaña con la intención de aislarse y no tener a nadie cerca. Sabe que van a suceder ciertos hechos que pueden causar visiones especiales, y quiere evitar que algún espectador accidental contemple estas escenas. La cumbre de 2224 metros era un lugar más que suficiente para estos propósitos. ↩︎
Las asherat eran monumentos sagrados cananeos dedicados a la diosa Asherah, diosa cananea de la fertilidad y diosa madre de casi todas las culturas antiguas, identificada con la Ishtar babilónica o la Astarté griega. Solían componerse de unas piedras y un árbol o poste. Normalmente junto al monumento se erigía también el altar donde se sacrificaba en honor del consorte de la diosa, Baal, El o Yahvéh según la zona. Los judíos llegaron a despreciar estos árboles como signos de herejía y perversión, pues en los templos de Asherah es donde se realizaba la hierogamia o prostitución sagrada. ↩︎
Jesús tiene un gesto de adoración sincera ante el monumento del asherat. Este gesto de Jesús contrasta con la actitud judía hacia estos monumentos extranjeros (2 Cr 34:1-7; Miq 5:14-15). Los reyes y los profetas de la antigüedad habían luchado por destruir estas construcciones, que les resultaban odiosas por el simple hecho de que conmemoraban a un dios distinto de Yavé, el dios judío. Para Jesús, con una actitud judía atípica, el lugar donde se adora a Dios es lo de menos; lo importante es que todas las construcciones han sido realizadas por las manos de personas creyentes, tengan la concepción de Dios que sea. ↩︎