© 2005 Jan Herca (licencia Creative Commons Attribution-ShareAlike 4.0)
Cuando Tiglat hubo desaparecido por el fondo del sendero Jesús se sintió indescriptiblemente solo. Los ruidos de la montaña parecieron menguar. Apenas un piar lejano sobre las copas de los cedros y el frescor apagado del arroyo sonaban como contrapunto al silencio. Jesús terminó de colocar las últimas ramas a modo de techumbre sobre el depósito, y procedió a entrar por la estrecha abertura. Dentro no se veía nada, así que tuvo que colocar los enseres y la comida a tientas. Después se le ocurrió una solución mejor. Abrió una pequeña abertura en el techo donde podría colocar una piedra laminada como tapadera. De este modo entraba luz por la pequeña claraboya. Salió a rastras del depósito, y colocando varias piedras grandes en la abertura para sellar el conjunto, permaneció unos segundos descansando, satisfecho.
Sin embargo, algo tiraba de él desde que había llegado. Sin conceder un minuto a la reflexión continuó por el pequeño sendero. El caminillo se iba haciendo cada vez más empinado, sumergido en ese mar de cedros de la cumbre. De pronto, a escasos metros, el sendero desapareció. En realidad el sendero sólo era un hilillo de vegetación desgastada, por lo que el final sólo marcaba el punto límite hasta el que la gente subía. La explicación la encontró pronto Jesús. Unos pocos metros más allá se abría un claro de dimensiones regulares, ovalado, de unos cien metros de diámetro mayor, rodeado por un cerco perfecto de cedros y finamente tapizado de hierba. A partir de ahí, el bosque de cedros lo cubría todo de un modo cerrado y amenazador. Aquel claro representaba el último punto antes de lo desconocido e inexplorado.
En el centro del claro, imponente, se erguía un gigantesco cedro de unos cuarenta metros de altura, con un ajado tronco de más de cuatro metros de circunferencia en la base. La copa, verde oscura, aplastada, sobresalía por encima de sus hermanos, acogiendo una invisible colonia de aves, de momento silenciosa. Al pie del cedro, como toque misterioso, había un dolmen de cinco rocas verticales y una horizontal encima a modo de techo. Jesús se quedó mirando el lugar. El árbol daba una sensación de extraña majestad y encantamiento al descampado. Impresionante en medio de la espesura, aquel gigante parecía un respetado anciano rodeado por su tropa, un lejano caballero del bosque dando instrucciones a su abigarrada compañía arbórea.
Jesús se sintió de pronto extrañamente preocupado. No quiso recurrir a su preconocimiento, pero sabía que empezaba para él una etapa difícil. Se sentó en la hierba y meditó durante unos minutos qué plan de acción seguir. No tuvo que pensar mucho. Al cabo de poco se incorporó y entrando más en el claro, cerró los ojos y habló en voz baja:
—Padre, empiezo ahora mi última labor de ajuste de mis existencias terrenales. Para esta acción desearía utilizar sólo mis capacidades humanas. Es mi propósito experimentar el reto humano completo de enfrentar las difíciles pruebas de ajuste con la única ayuda del Monitor de Misterio que tú tan eficazmente me has provisto.
› Por tanto, quisiera pedirte que envíes a mi serafín guardián como custodio temporal del chiquillo, y que ninguna orden del Espíritu utilice sus influencias en la zona mental de este entorno.[1]
Después Jesús continuó en silencio. Su petición debió resolverse al instante porque segundos después una forma extraña parecida a un hombre muy alto con un enorme escudo en la espalda se fue formando progresivamente delante de él. Jesús salió de su mutismo para observar cómo finalmente la forma parecida a la humana terminaba de formarse. Era un ser mucho más alto que Jesús, con un cabello largo peinado en finas trenzas y de un color entre azul y plateado. Tenía facciones claramente humanas, con unos ojos grandes de color verde muy claro y un rostro extraño, parecido al de una mujer pero en el gesto de un anciano.[2]
Jesús no pareció muy asombrado de semejante visión, y como si la esperase se dirigió al extraño ser:
—Necesito afrontar en soledad la última batalla contra la experiencia humana.
El ser sonrió dulcemente y haciendo un gesto afirmativo, empezó a diluir su figura en el aire, desapareciendo en breves segundos sin dejar rastro.
Jesús sintió algo extraño. Era como si un sinfín de recuerdos olvidados acudieran a su mente y se fueran de forma fugaz. Cerró los ojos y las imágenes se sucedieron por su cabeza. Era una sensación extraña. Veía más allá de las imágenes. Como si una noche perdiera su velo oscuro rasgado por una mano inmensa en el firmamento, y le descubriera un gran secreto del universo. Una voz conocida pasó a su lado diciendo: «Te aconsejo que actúes como maestro», pero la voz se silenció y desapareció. Jesús vió un rostro en su mente, un rostro extraño, parecido al suyo, pero luminoso y de mirada penetrante.
Llevaba bastante tiempo teniendo estas visiones en su mente. Desde que había regresado de su último viaje por Mesopotamia, había nuevas imágenes que volvían a su memoria. Él ya prácticamente sabía todo acerca de sí mismo. Sabía que se llamaba Salvin[3], y que pertenecía a una orden de seres celestiales llamada los Migueles, los Hijos Creadores. Recordaba todo su pasado: su creación en el remoto y distante origen de la formación física del universo; sus largas edades incontables en el centro del cosmos, en el Paraíso; su aprendizaje como ser creador hasta alcanzar la perfección cercana a la divina; su proclamación como nuevo gobernante; su unión eterna con la Ministra Divina; todo el proceso de construcción de Nebadon, el cúmulo estelar de su dominio; sus sistemas, el equilibrio de los agujeros negros y de las fuerzas estelares; la creación de Gabriel; el primer mundo habitado; el primer ser humano; la formación de los gobiernos locales de las constelaciones; las rebeliones planetarias; las incontables edades de enseñanza y ejemplo para todas las criaturas del cúmulo estelar; sus frecuentes visitas al Centro de los Centros, en Havona, para visitar a los Padres Eternos…[4]
Sin embargo, a pesar de todos sus recuerdos, había grandes lagunas en su mente, zonas opacas donde la luz entraba en breves rayos y se difuminaba. Y desde hacía unos meses, siempre la misma aparición: un ser majestuoso, parecido a como él era en su reino, pero a la vez diferente, y al que siempre le oía decir lo mismo: «Actúa como maestro».
Jesús abrió los ojos y, respirando hondo, echó un vistazo a su alrededor. Con renovados ánimos, se acercó al borde final del claro. Cuando pasó junto al megalito paró breves segundos para contemplar el grandioso ejemplar. Desde luego aquel parecía un lugar especialmente marcado para algún fin espiritual, así que decidió no cobijarse en las cuevas y montar una sencilla tienda. Regresó al depósito, cargó con todos los enseres que necesitaba y los transportó hasta el claro. Después de varias horas el mahaneh, el campamento, quedaba instalado. La pequeña tienda sólo necesitó de dos peanas y un travesaño para sujetar las pieles de cabra formando una doble cubierta. Jesús aseguró las pieles al suelo con piedras. El conjunto formaba un refugio seguro y hermético. Extendió algunas ramas secas a modo de colchón y abandonó los escasos enseres en un extremo.
Jesús tenía prisa por retirarse. Detrás del lugar donde descansaba la tienda, en la espesura, se escuchaba el rumor del riachuelo. A escasa distancia, entre el cedral, había un pequeño salto de agua, de unos dos metros de altura, que formaba un agradable remanso más abajo, antes de continuar su vertiginosa carrera por la ladera.
Aquel le pareció un buen sitio. Durante su estancia en la montaña, Jesús pasó interminables horas allí, en aquel remanso, sentado a la turca junto a la orilla. Y todo ese tiempo pasaba sin sentir para él. Aquella primera tarde se olvidó por completo de los alimentos y no bajó al depósito a por la cena. El sueño le venció a una hora tardía, quedando dormido de costado bajo los árboles.
En esos momentos, Jesús ya tiene un conocimiento claro acerca de la existencia de la realidad espiritual. Por eso pide que su serafín guardián le abandone y Jesús tiene por primera vez la visión de este ángel. Esta circunstancia no debe sorprendernos. Jesús, en cierto modo, ya sabía quién era, aunque había todavía algunas lagunas en sus recuerdos. Sobre su existencia anterior como Hijo Creador Miguel, ya recuerda prácticamente toda su existencia remotísima en el Paraíso y su pasado como creador de Nebadon. Esta idea de que Jesús fue obteniendo de una forma gradual los recuerdos de su vida anterior proviene de LU 129:3.9. De aquí surgió la idea de un Jesús que descubre en plena noche quién es en realidad ese ser del que tiene voces e imágenes nebulosas, y que no es otro que su Emmanuel, es decir, ese ser que es su consejero y ayudante personal en el universo. ↩︎
La descripción del ángel es imaginativa y no se basa en ninguna fuente. Resulta extraordinariamente difícil imaginarse a estos seres y a los muchos otros con los que entra en contacto Jesús durante su estancia en la tierra. Para hacerse una idea, se ha usado la información suministrada en LU 39, así como en todos los documentos precedentes, que realizan una descripción de estos seres espirituales. ↩︎
La idea de que Jesús tiene un nombre diferente al que le da El Libro de Urantia, Miguel (o Michael en inglés), es algo que surge al considerar la gran cantidad de seres que tienen un nombre en este libro, y al reparar en que a veces Migueles es el nombre que se da a la orden de seres a la que pertenece Jesús. Es curioso, pero en LU 16:3.1, hablando de los Espíritus Rectores, unos seres más perfectos que Jesús, dice: «Tienen nombres, pero nosotros elegimos presentarlos por número».
El Libro de Urantia habla de muchas órdenes o categorías de seres, a las que da un nombre. Cuando designa a un ser, suele utilizar un nombre junto a la designación de la orden. Por ejemplo, el lugarteniente de Jesús es Gabriel, de la orden de las Radiantes Estrellas Matutinas; un ser de importancia para nosotros es Maquiventa, de la orden Melquisedec. Pero cuando habla de Jesús, no se le designa por su nombre celestial. Se le llama Jesús o Miguel. Sin embargo, Miguel es la orden a la que pertenece Jesús, también llamada los Hijos Creadores. Entonces, ¿cuál es su nombre celestial? ¿O acaso los Hijos Creadores no se designan por nombre? Es fácil inclinarse a pensar que sí tiene uno.
La idea de que Jesús se llama Salvin proviene del hecho de que su capital se llama Salvington, que parece recordar a un nombre inglés para designar «la ciudad de Salvin» («Salvin town»). Todas estas ideas podrían no ser correctas y quizá el nombre celestial de Jesús sea realmente Miguel, y cuando El Libro de Urantia dice «la orden de los Migueles» simplemente está usando una forma de decir «la orden de los seres que son como Jesús». Más información en el artículo Salvin. Pero, ¿qué nombre es éste?. ↩︎
Resulta muy pobre describir en apenas un párrafo la larga existencia de Jesús, de al menos un billón de años, que es el tiempo en el que El Libro de Urantia dice que la nebulosa que constituyó luego su creación empezó a gestarse (LU 57:1). Da más vértigo pensar que Jesús en realidad es un ser que existe con mucha más anterioridad a ese momento. Eso nos puede dar una idea de la sabiduría que atesoraba. Como curiosidad, la teoría actual del Big Bang cifra en unos 14.000 millones de años la edad de todo el universo, una cifra mucho menor que la que da El Libro de Urantia tan sólo para la formación de una parte «joven» de la creación, que es la parte creada por Jesús. ↩︎