La dedicación afectuosa de la voluntad humana a hacer la voluntad del Padre es el regalo más selecto que el hombre puede hacerle a Dios; de hecho, una consagración así de la voluntad de la criatura constituye el único obsequio posible de verdadero valor que el hombre puede hacerle al Padre Paradisiaco. Jesús le entregó a Dios, como hombre del reino, la más grande de todas las ofrendas: la consagración y la dedicación de su propia voluntad al servicio majestuoso de hacer la voluntad divina. [1] «Todo don bueno y todo don perfecto proceden del Padre de las luces». [2]
Si nuestros padres terrenales, que tienen tendencia al mal, saben amar a sus hijos y concederles buenas cosas, cuánto más debe saber el buen Padre celestial amar sabiamente a sus hijos terrenales y otorgarles las bendiciones que les convienen». [3]
La acumulación de las riquezas se convirtió pronto en el símbolo de la distinción social. Incluso los pueblos modernos se deleitan distribuyendo pródigamente los regalos de Navidad, mientras que los hombres ricos hacen donaciones a las grandes instituciones filantrópicas y educativas. [4]
La salvación es un don de Dios, y la rectitud es el fruto natural de la vida nacida del espíritu, la vida de filiación en el reino. Jesús dijo: «Ya veis que el Padre concede la salvación a los hijos de los hombres, y esta salvación es un don gratuito para todos los que tienen la fe necesaria para recibir la filiación en la familia divina. [5]