La confesión del pecado es un rechazo valiente de la deslealtad, pero no atenúa de ninguna manera las consecuencias espacio-temporales de esa deslealtad. Pero la confesión —el reconocimiento sincero de la naturaleza del pecado— es esencial para el crecimiento religioso y el progreso espiritual. [1] Cuando estamos equivocados, no deberíamos dudar en confesar nuestro error y apresuranos a enmendarlo. [2]
La confesión, el arrepentimiento y la oración han conducido a los individuos, las ciudades, las naciones y las razas enteras a extraordinarios esfuerzos de reforma y a acciones intrépidas realizadas con valentía. [3] No se debería dejar ninguna culpa sin confesar. [4] Jesús dijo: «Si confesáis vuestros pecados, están perdonados; por eso tenéis que mantener una conciencia desprovista de faltas». [5]
La idea de confesión y de perdón apareció pronto en la religión primitiva. La confesión era simplemente un rito de remisión, y también una notificación pública de deshonra, un ritual que consistía en gritar «¡impuro, impuro! [6]
Ya en tiempos de Melquisedek se tenía la idea de que si alguien decía: ‘He pecado y he pervertido lo que era justo, y no me ha beneficiado’, Dios impediría que su alma fuera al infierno, y vería la luz». [7]
Para los fariseos, la devoción era un medio de inducirles a la inactividad presuntuosa y a la certeza de una falsa seguridad espiritual; pero la devoción debería ser un medio de despertar el alma para que comprendiera la necesidad de arrepentirse, de confesarse y de aceptar, por la fe, un perdón misericordioso. [8]